top of page
caracas crítica

Cacería nocturna

Por: Jennipher Dolinski


Goya (1798) Vuelo de las brujas.

Al caer las 8:00 de la noche, sé que es momento de regresar a mi casa. Sabía que al tomar el último autobús, llegaría a tiempo para caminar acompañada de los últimos carros que atraviesan mi cuadra. Tomé a mi mejor amiga por el brazo y, saliendo de la fiesta, le envié un mensaje de aviso a mi madre: “Estoy por salir, espérame en la entrada”. A unas cuantas avenidas del lugar, la señora Mariana estaba tan concentrada en la novela nocturna que olvidó revisar su celular.


Al ceñirse la noche caraqueña sobre nosotras, nos adentramos donde todos los gatos son pardos. La acera parecía infinita, mientras corríamos para no perder el autobús, y nuestros tacones hacían un estruendo por cada comentario indecoroso que ignorábamos. Por un lado, la silueta de un esqueleto aclamaba: - “Preciosas, ¿A dónde las llevo?”; entre el vendaje mugriento, alguien gritó: - “Si te ves tan linda con vestido, ¿Cómo serías sin él?”. El corazón me latía con tanta fuerza que mi pecho dolía.


Al subir al transporte, el conductor también soltó a los cuatro vientos sus mejores líricas, relamiéndose los colmillos esperando observar nuestros muslos de cerca. ¡Patrañas! De su boca solo escupía poesía barata de callejuelas donde las mujeres somos agredidas por nuestro aspecto a cualquier hora del día. El acoso es un monstruo que sólo mira si la falda que llevas es corta o larga, y si se muestra algún escote o no, para medir lo vulgar de su mal llamado piropo o tomarse atrevimientos físicos inhumanos.


El viaje estuvo tan tranquilo, que olvidé llamar a mi madre una última vez. Cuando frenamos en seco al llegar a nuestra parada, mi mejor amiga salió corriendo directo hacia la cuadra contraria a la mía, sin un abrazo o alguna despedida. Ilusa ella, creía que iba a verme el siguiente día. En unos 10 minutos estaría abrazando a sus padres; en cambio, mi destino no estaba escrito con tanta alegría. Me quité los tacones, cubrí mi cuerpo con un viejo abrigo y rogué poder transformarme en un ser deforme que no llamara la atención, pero el destino tenía otros planes y no me iban a gustar mucho.


Luego de emprender un par de pasos, una figura oscura comenzó a acercarse lentamente por mi espalda; en su cacería nocturna, yo era su nueva presa.


El silencio me desgarraba los oídos, no podía escuchar sus pisadas, pero notaba su sombra acechándome. Mantenía la mirada fija en mi objetivo: llegar a casa, mientras que el sudor perlaba mi frente y el miedo por voltear me consumía.

Aceleré el paso.


Sus pisadas doblaban las mías y, aunque el ruido de las hojas crujiendo bajo este fantasmagórico espectro me confundía, sabía que se acercaba velozmente. En un instante de dicha, saqué las llaves de mi casa con una mano temblorosa. Bastó un segundo para verlas deslizarse entre mis dedos, hasta chocar con el pavimento.


No pude detenerlas.

No retrocedí a tomarlas.

No sabía cómo entraría a casa.


Anhelaba que mi madre estuviera vigilante en la puerta de la casa, pero no alcancé a vislumbrarla. Difuso entre las sombras, un auto color azabache repentinamente me cortó el paso, se abrió una puerta en la penumbra y el fantasma tras de mí me empujó al vacío.


En la oscuridad, sólo recuerdo mirar de frente a la muerte.


En la madrugada, mi madre llamó a mi mejor amiga, quien tampoco conocía mi paradero. Algunos vecinos de mi cuadra habían visto el suceso, pero ninguno se atrevió a darle suficiente importancia para evitar la catástrofe. Aunque se colocó una denuncia y mi foto circuló por semanas, en las redes sociales, con la insignia “Desaparecida” en escarlata vibrante y mayúsculas, no había rastro de mi paradero.


Aún no era momento de encontrarme. Luego de algunos días me hallarían sin vida dentro de una bolsa, en algún lugar de Caracas o de otra ciudad, como si de un animal se tratase.

Esta es la terrorífica historia que muchas mujeres en Venezuela, y el mundo, experimentan sólo por ser mujeres, por usar nuestra ropa preferida y por salir de nuestros hogares cada mañana. Hoy fui yo en esta historia, pero mañana puede ser alguien cercano a ti. Para evitar perder más hermanas que sólo estaban viviendo su vida, ¿Cuándo tomarán conciencia colectiva y acción organizada?

En memoria de aquellas que ya no nos acompañan.




 

Jennipher Dolinski (2001)


Estudiante de Estudios Liberales en la Universidad Metropolitana (UNIMET), fundadora del proyecto social Ciudadela Digital, redactora para el periódico estudiantil The Orange Post y encargada del Comité de Filosofía e Investigación en Espacio Anna Frank.






44 visualizaciones0 comentarios

Comments


bottom of page