Partiendo de la base establecida por dos obras, Caracas, la Gentil, y Caracas Muerde , se construyen las imágenes de dos épocas que parecen ser muy distintas a primera vista pero que tienen un elemento en común. Esta constante, la violencia, puede reflejarse de distintas formas y ha tenido un impacto enorme en las creaciones artísticas de sus ciudadanos.
Por: Miguel Rivas
“Cuando no hay palabra que desarme, los justos se entregan a callar”
La Vida Boheme
En la actualidad cualquier contacto con una obra artística o intelectual que guarde relación con el pasado de nuestro país, se convierte en una experiencia agridulce y un poco dolorosa. La magnitud de esto aumenta cuando el contenido de la obra se enfoca en Caracas, sea como escenario de la narrativa o como objeto de estudio, pues, como ciudadano, debo recorrer sus calles con la consciencia de que allí habitan los fantasmas de la gloria pasada.
Nuestra ciudad ha sido llamada de muchas formas, la sultana del Ávila, la sucursal del cielo, ciudad de techos rojos. Una ciudad gentil. Estos nombres resultan risibles hoy en día, poniendo en evidencia la magnitud de la decadencia de la urbe. De la Caracas actual se dicen cosas que contrastan mucho con ese pasado. Valle de balas, embajada del infierno, ciudad de despedidas. Una ciudad que muerde.
Estas dos Caracas, la gentil y la que muerde, nacen de las páginas de nuestra literatura. La primera es el producto de la añoranza y el recuerdo de una época mejor. La segunda es el producto del dolor que causa la conciencia de vivir en una época peor, del miedo y del desarraigo.
La ciudad retratada por Pedro Días Seija (2005) es un escenario idílico. Una Caracas orgullosa, tradicional, consciente de su posición privilegiada y siempre aspirando a alcanzar niveles de grandeza cultural similares a los de Europa. Una ciudad que trabajaba en pro de una modernización, que creía en la posibilidad de alcanzar la grandeza y de establecerse
como una de las metrópolis del continente.
Caracas la Gentil, era una ciudad culta y con una ciudadanía interesada en distintas expresiones artísticas, como el teatro y la ópera, y en donde eran comunes los banquetes y las fiestas. Sus habitantes conservaban el deseo, propio de la época de Guzmán Blanco, de convertir a su ciudad en una París tropical. En consecuencia, se velaba por mantener la
belleza, no solo de las calles y las casas, sino también en el comportamiento de los caraqueños.
No obstante, no todo en esta ciudad eran cortesías. A principios del siglo XX pasaron por la ciudad capital dos presidentes cuyas acciones marcaron a los ciudadanos de la época. Por un lado, Cipriano Castro, famoso por una insaciable perversión, habitualmente dirigida a las hijas de la alta sociedad, que escandalizaba a la capital. Por otro, Juan Vicente Gómez, que si bien representó una mejora respecto a Castro por no tener un estilo de vida tan libertino, establecerá un férreo régimen de control y de persecución a los disidentes políticos.
Porque sí, pese a la realidad apacible y casi inocente de la Caracas de la época gomecista, Venezuela vivía bajo el célebre lema de “unión, paz y trabajo”. Unión en las cárceles, paz en los cementerios y trabajo en las carreteras.. No solo aquellos que buscaban el poder bajo la fórmula caudillista de la guerra civil, sino también aquellos que planteaban ideas como la democracia irán en procesión a la rotunda.
En contraste con la obra anterior, la ciudad retratada por Héctor Torres en Caracas Muerde (2012) es un escenario dantesco. Quedaron atrás los años de la ciudad tradicional, así como los años de la ciudadanía activa en el proceso democrático. En ese momento, la realidad era otra. Ya no se vivía una vida apacible y tradicional, sino en alerta, preocupado de la inseguridad que despoja de los bienes materiales, o peor, de la vida misma.
La realidad era violenta. El peligro acechaba en cada esquina, cada vagón de metro o kilómetro de calles y autopistas. No sólo se temía a los delincuentes, sino también de aquellos que, portando un uniforme, se suponía que debían protegernos del mal. Ante esta situación, los ciudadanos, incapaces de adquirir armas para defenderse por la legislación vigente, quedan a merced de cualquiera que desee atentar contra su vida o su propiedad.
Sin embargo, y pese a este cuadro tan oscuro, no todo es negativo. Caracas muerde, pero también acaricia. Los incentivos al encierro y al resguardo no fueron suficientes para detener a la gente de vivir su vida. Pese a las balas y los puñales, la gente sigue riendo y enamorándose. A pesar de las amenazas, cierto sector siguió gozando vida nocturna, del baile y de otros eventos que suceden bajo la luz de la luna.
Y eso no solo ocurrió alrededor del año 2012, en la Caracas que muerde. La Caracas gentil de principios del siglo XX, apacible y pintoresca en la superficie, escondía historias desgarradoras sobre tortura y persecución. Pero la violencia y el miedo no eliminan los deseos de goce y disfrute. A decir verdad, probablemente los amplifiquen, pues necesitamos distracciones para soportar estas penurias.
Ante la presencia del miedo y el odio, es necesario recurrir a la felicidad y al amor. Eso no se inventó en Caracas, pues se puede decir lo mismo de sitios como Nueva York durante la Gran Depresión y París durante la ocupación Nazi. Lo particular de Caracas es la constancia de este fenómeno en estos dos períodos tan disímiles y en otros, como el
bipartidismo y los regímenes dictatoriales.
Vale la pena preguntarse si la violencia, para los caraqueños, no ha sido un elemento que haya contribuido a la conformación de una identidad. Distintas obras artísticas que se desarrollan en nuestra ciudad emplean la violencia casi como un personaje. En obras artísticas como libros, telenovelas y canciones, como País Portátil , Por Estas Calles y La Piel del Mal de la Vida Bohéme, Caracas se revela como una ciudad hostil y sus ciudadanos como una colectividad decidida a no dejarse vencer por el miedo.
Referencias bibliograficas:
-Díaz, P (2005). Caracas, la gentil. Caracas, Venezuela: El Nacional.
-Torres, H (2012) Caracas Muerde. Caracas, Venezuela: Ediciones Puntocero
Miguel Rivas (1998)
Estudiante de Estudios Liberales en la Universidad Metropolitana (UNIMET).
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