Identidad, historia y relación: el Metro de Caracas desde el no-lugar de Marc Augé
- caracas crítica
- hace 3 días
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Por: Diego Almao
Debió haber sido en uno de sus infames fallos en el sistema cuando escuché a alguien decir que el metro era el pulmón de Caracas. Si usamos una suerte de contraejemplo y pensamos un rato en cómo cambia nuestras dinámicas cuando no funciona de manera regular, es más sencillo entender lo útil y necesario que es para quienes hacemos vida aquí, sea en el oeste, el este, y en el intermedio.
Hablando de todo lo que existe entre Palo Verde y Propatria, el Metro de Caracas es clave en la dinámica de la capital, y de nosotros como sus habitantes. Aplica tanto para sus usuarios como para quienes no lo usan, pues más de una vez sus fallas han derivado en infinitas colas que nos han separado de nuestros hogares, oficinas, o encuentros.
En tanto sistema de transporte, el metro es uno de los primeros ejemplos que surgen al pensar en los espacios que engloba el concepto de «no-lugar», propuesto por el antropólogo francés Marc Augé y que usa para describir un tipo de sitio que prioriza la funcionalidad y transitoriedad sobre la posibilidad de construir historia social y cultural. Quiero explicar esto con mayor profundidad, pero proponiendo también pistas que den cuenta de cómo el Metro de Caracas, aun incluyendo características clave de un no-lugar, reúne rasgos también que le atribuyen una identidad sociocultural particular.
Primer acercamiento
Es en 1992 cuando Augé publica por primera vez Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Es un ensayo corto donde el antropólogo explora, entre otras cosas, las consecuencias de la globalización en el oficio de la antropología y la etnología, insertándose en una discusión que atravesó y sigue atravesando las Ciencias Sociales desde hace varias décadas: el agotamiento de la Modernidad y la llegada de un nuevo periodo de la historia. Dentro de la discusión, Augé propone el concepto de Sobremodernidad.
El autor define este periodo como un momento de exceso que se manifiesta en tres dimensiones clave: espacio, tiempo, ego. El exceso de tiempo obedece a la acumulación desbordada de sucesos pasados y, al mismo tiempo, la aceleración de los acontecimientos que se dan en el presente; el desborde de espacio ocurre por la masificación de los sistemas de transporte y las consecuentes facilidades de desplazamiento individual, pero también por el acceso a realidades geográficas lejanas a razón de la televisión. Por último, el exceso de ego, que podemos entender como individualización, sucede debido a una búsqueda generalizada de las personas por la autonomía personal y el énfasis de la producción individual de sentido sobre la ausencia de una significación colectiva.
Es en este contexto donde surgen los no-lugares. Augé (2000) entiende los lugares convencionales como espacios de identidad, historia y relación (p. 83). Son espacios con una identidad sociocultural definida donde se desarrolla una memoria compartida a razón de la convivencia y la construcción de relaciones sociales profundas o prolongadas en el tiempo. Hablamos de sitios donde se producen tradiciones y ritos entre las personas, que desarrollan un sentido de pertenencia hacia este lugar y lo incorporan como un aspecto clave en su identidad como individuos.
A diferencia de ellos, los no-lugares se nos presentan como sitios más estériles y aparentemente desprovistos de una historia sociocultural profunda. Una de las razones clave de ello es que no son sitios pensados para ser habitados de forma prolongada, sino espacios “de paso”, hechos para cumplir una función muy precisa en el orden social, algo que los distingue de las múltiples funciones y procesos colectivos que un lugar (en el sentido que propone Augé) puede cumplir. Como consecuencia de la transitoriedad, es difícil para el individuo integrar el no-lugar en la construcción de su identidad. No hay un sentido de pertenencia, sino un constante sentimiento de anonimato y fugacidad.

Otro rasgo que define a los no-lugares es su manera de ordenar y usar los símbolos. Estos espacios tienden a incluir textos, lenguajes y códigos que buscan regir el comportamiento de las personas que los ocupan. Estos sistemas no pertenecen a un contexto particular, sino que se orientan a ser funcionales y aplicables en todo momento, relegando los elementos particulares y arraigados en la cultura a un segundo plano, o sustituyéndolos por completo. Ejemplos de esto son:
Carteles de «salir», «entrar», «embarque»
Tarjetas de acceso
Códigos de barras
Pantallas
Códigos QR
Una vez descritas estas características, algunos lugares vienen a mente, como supermercados, aeropuertos o centros comerciales, que las personas solemos ocupar con un propósito muy específico (transporte, consumo, entretenimiento) y distinto a lo que nos reúne en espacios como catedrales, plazas, mercados locales, universidades, escuelas, y otros. Los primeros son espacios que las personas «usamos»; los segundos, sitios que habitamos.
Caso Metro de Caracas
Escribo estas líneas un viernes que usaré el metro. La misión de hoy es buscar unos libros que compré online en Los Palos Grandes, Los detectives salvajes y El año de Saeko. Entraré en la estación Palo Verde para salir en Miranda y caminar un poco hacia la plaza. Luego, camino de vuelta hasta Los Dos Caminos, donde me veré con una amiga, para finalmente entrar en la estación de allí para regresar a Palo Verde. Entre viaje de ida y vuelta, debería estar unos 25-35 minutos bajo tierra este día.

Solo soy una de las miles de personas que planifican su idea con el Metro de Caracas en mente. Sea por trabajo, ocio, estudio, o un mix entre ellos y algo más, el sistema de transporte moviliza a personas de todos los sectores hacia su destino a una velocidad que, en un día bueno, no supera otro medio de transporte (máquinas del tiempo aparte). En un día malo, la ciudad colapsa; la gente llega tarde a los lugares (o no llega), las camionetas se desbordan, y las calles rebosan de personas. Más de lo usual, al menos. Cuando todo eso sucede, el caraqueño sabe que algo anda mal debajo de sus pies.
Aun cuando el Metro de Caracas está presente en el día a día de miles de ciudadanos, todos entendemos la función principal que cumple o debe cumplir: transporte, movilizar a las personas de un sitio a otro. Con excepción de los trabajadores y los comerciantes informales, el metro no es un sitio para “hacer vida” ni generar nuevas relaciones (aunque puede darse el caso). Es un sitio de paso, un intermedio que nos facilita llegar al sitio que verdaderamente nos interesa y al que queremos llegar rápidamente.
La sensación de anonimato que acompaña el estar en el metro surge al ver que no tenemos conexiones significativas con quienes compartimos el vagón (a menos que estemos acompañados), pero principalmente al entender que eso ocurre al revés: las otras personas no tienen vínculos con nosotros. Desde su mirada, somos los sujetos anónimos, los actores de fondo en la serie o película de sus vidas y que aparecen meramente para llenar los vacíos y darle más credibilidad a la obra.
La suma de estos factores desemboca en el desarraigo. El Metro de Caracas no se nos presenta como un sitio donde asentarnos, ni tampoco hecho para que lo ocupemos por un tiempo prolongado, sino de forma corta. No está hecho para que desarrollemos un sentido de pertenencia con alcances en la forma como nos percibimos. Sin llegar a ser intencionalmente hostil o que nos rechace, no es un espacio que nos impulse a desarrollar un sentido de pertenencia.

Si volvemos a los tres aspectos que Augé relaciona con el concepto antropológico de lugar, que son identidad, historia y relación, es más fácil descubrir el contraste.
De buenas a primeras, el Metro de Caracas no genera una memoria compartida dentro de sí (aunque es parte de la memoria compartida de quienes habitan la ciudad), y tampoco busca ser un espacio que promueva relaciones sociales significativas más allá de quienes trabajan legal o ilegalmente. También vale decir que el arraigo del sistema hacia la identidad caraqueña/nacional se limita principalmente a la nomenclatura de sus estaciones y, ocasionalmente, a las campañas publicitarias o de buenas prácticas.
Por su parte, una catedral puede cumplir los aspectos anteriores más fácilmente. Tiene una identidad cultural fácilmente discernible; se trata de un monumento incluido en el imaginario histórico en el espacio donde se ubica, sea una plaza, municipio, ciudad, etc., y es un sitio característico de reunión centrada en la religión, siendo la fe religiosa un factor clave de socialización durante varios siglos.
No se trata de polos opuestos
Algo que el propio Augé argumentó en Los no lugares es que ni estos espacios ni sus contrapartes existen de manera pura. “El lugar y el no lugar son más bien polaridades falsas: el primero no queda nunca completamente borrado y el segundo no se cumple nunca totalmente: son palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y de la relación” (Augé, 2000, p. 84). Para ver esto mejor, entendamos estos conceptos como extremos de un intervalo donde distintos espacios o instituciones se van posicionando según sus características.
Un sitio puede pasar de lugar a no-lugar y viceversa. Volviendo al ejemplo de la catedral, si pierde los aspectos que le brindan su profundidad sociocultural (mitos, rituales, altares) y llega a reemplazarlos por elementos universales sin relación con el contexto, se acercaría más a ser un no-lugar que un lugar antropológico.
También funciona al revés, si un centro comercial rediseña los carteles que indican dónde queda qué tienda con elementos nativos del contexto donde está y cambia el lenguaje para atender la especificidad de las personas de la zona, estaría un paso más cerca de convertirse en un lugar tal como lo define el antropólogo, pues adquiría elementos locales y arraigados a la historia social y cultural de su contexto.

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En el caso del Metro de Caracas, está claro que está pensado como un no-lugar desde el diseño. No genera una historia sociocultural propia ni tampoco genera, fortalece ni renueva vínculos sociales. Sin embargo, sí incluye algunos elementos relacionados con la identidad de la ciudad o del país en algunas estaciones del sistema. Además, dependiendo de la campaña publicitarias o normas de uso, puede estar incluidos ciertos venezolanismos o figuras relevantes en el deporte o la cultura del país.
Los comerciantes informales pueden ser leídos como elementos del contexto circundante que no pertenecen propiamente al sistema, pero cuya presencia desliza hacia dentro parte del ámbito sociocultural donde el metro se inserta. Esto se hace aún más evidente con las personas que ofrecen algún tipo de presentación artística-musical a los usuarios a cambio de dinero. Son fragmentos socioculturales infiltrados en la transitoriedad y esterilidad del subterráneo.
Para terminar, el concepto de no-lugar nos permite medirle el pulso a la transformación de los espacios sociales y cómo ellos (y la sociedad en su conjunto) se adaptan a las lógicas y dinámicas de un mundo globalizado, acelerado e interconectado. Como sistema de transporte, el Metro de Caracas es un signo de ese proceso, sosteniendo el día a día de miles de personas en el espacio urbano de la capital del país.
Bibliografía
Augé, Marc. Los no lugares. Espacios de anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barcelona: Gedisa, 2000.

Diego Almao
Investigador, poeta y ensayista. Egresado con honores de la Escuela de Sociología de la Universidad Central de Venezuela en 2023. Ha publicado en antologías como La verticalidad del fuego (Casapaís, 2024) y Las Palabras Rompen Muros (CEDICE, 2025). Escribe sobre música, literatura y cultura en espacios como El Miope y Mentekupa. Editor del medio Asilo Digital y coordinador editorial del estudio creativo Koya.
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