Por: Luis José Natera Tibari.
Entre tempestades, un hombre de cabellera peinada por relámpagos plateados y con la piel arañada por el tiempo, observaba el brillo oculto entre las lluvia de lo único que creía que no había sido aún corrompido por la mano del hombre, las estrellas, cuando de manera inesperada un par de ojos iluminaron como firmamento de verano, quedando paralizado, no sabía quién era ese visitante nocturno, quien caminaba con harapos y de forma sosegada durante tan antipáticas tinieblas; al aproximarse constató que era una niña de unos 10 años, que con miedo le veía pidiendo misericordia; este hombre la cobijó sin preguntar nada a cambio. A la mañana siguiente mientras su huésped aún dormía, revisó con detenimiento esas telas rasgadas que cubrían el cuerpo de tan inocente chiquilla, evidenciando no solo su origen étnico, sino de cual albergue impuesto procedía, la niña era una judía, y se podía presumir que había escapado de un campo de aquellos donde los llantos hacían más aguas que las tormentas. Los días pasaron y el hombre no dejaba de alimentarle, cuidarle y esconderle, pues como era sabido las hordas de la presunta pureza en cualquier momento tocarían al picaporte, en busca de un chivo expiatorio.
Así fue, que el día menos pensado se escuchó el agudo golpe de puerta, ese que sin decir más, erizaba la piel de quien debía abrirla, desvelando su rostro al umbral de la esvástica, al caminar hacia ella, aquel hombre se hacía un examen de conciencia, ya que, estaba parado frente a una bifurcación, decir la verdad o una mentira piadosa. Lo cierto era que en una haría gala de la gallardía de esbozar un hecho que liberaría su existencia del dolor de ser juzgado por traición, sin importar que una inocente fuera consumida por el fuego del resentimiento; y la otra opción mentir, lo cual según los ojos de los idealistas condenaría su alma al purgatorio, pero que le salvaría la vida a quien no era culpable del odio impotente de un cobarde de buena verborrea.
¿La ley moral reposa en cada persona? o ¿Deriva de las circunstancias del entorno del individuo? Para Immanuel Kant, decir la verdad es un acto moral, es una obra que nace desde lo interno, sin coactivos, pues la verdad es un deber y decirlo una necesidad; lo cual me lleva a una frase adjudicada a Fernando I Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico: “hágase justicia aunque perezca el mundo”. No cabe duda, que la ley moral yace en el interior de cada persona, es una norma práctica asociada a la conducta del hombre que actúa desde la racionalidad, aceptándola desde lo más profundo de su interior; no obstante, dicha norma, se encuentra irremediablemente influenciada por factores externos, condicionando la interpretación que se tiene del mundo, de cómo observamos los escenarios que nos rodean, y el cómo los terceros se desarrollan a través de sus gestiones, puesto que, más allá de que la moral nazca sin la necesidad de una coacción, sino por la satisfacción de saber que se hizo lo correcto, el hombre se encuentra en constante lucha entre lo debido y lo que no, caminando sobre esa delgada línea entre lo considerado “bueno” y “malo”, hasta alcanzar un estadio donde la conciencia entraría en una armonía con su psique.
Ahora bien, ¿todas las normas tienen el mismo valor? ¿O hay algunas subordinadas a otras? ¿Y unas perfectas, qué no admiten excepciones, mientras que otras son imperfectas y sí las admiten? Son interrogantes válidas para la inquieta mente humana, y más aún cuando se convive en comunidad, ya que, a medida que se fomenta el cumplimiento de las normas para todos por igual, se garantiza la civilidad en la urbe, dando pie a que en un futuro los quehaceres llevados a cabo por el hombre sean tomados no por la obligación impuesta por el derecho, sino por el discernimiento libre de su conciencia.
Sin embargo, considerar la perfección de alguna norma moldeada por el hombre puede ser algo audaz, debido a que es de entender que todo aquello que el hombre erige tiene algo de verdad, como algo de mentira, pues las normas son parte de una fotografía de su tiempo, de la sociedad, de su cultura y creencias religiosas, debiendo tener siempre alguna excepción, una puerta, aunque pequeña, donde se puedan reflexionar situaciones que ameriten la flexibilidad del derecho, y no el castigo de este; lo cual, nos traer una pregunta, que a su vez, con su respuesta nos daría luces a lo que se desea plasmar, ¿el hombre del relato inicial debe mentir o decir la verdad? Sobre esta cuestión, Benjamin Contant nos dice que, el agente moral estaría obligado a decir la verdad únicamente aquellos que tienen derecho a esa verdad, mientras para Immanuel Kant, expresaría sin titubeo que la veracidad es absoluta e incondicionalmente exigible, sea cual fuere el inconveniente que de allí resulte, pues la mentira aniquila la dignidad de la persona. Dos visiones encontradas de frente al mismo abismo, entonces, ¿qué hacer?
Ante todo, entender que la verdad no debe ser para los asesinos de ella, es decir, que la veracidad jamás debe ser entregada aquellos que tienen en sus fauces el deseo de devorar lo que no sea coherente a su “realidad”; ergo, discernir las consecuencias de lo que se cede, porque la dignidad humana, que en principio no admite ninguna excepción, habita en un espacio donde los matices no son arbitrarios, hallando naturalmente su límite en la mala intencionalidad que pone su dialéctica al servicio de desarraigarla; la verdad debe sobrevivir al costo que sea, y si es imperioso mantenerle viva mediante mentiras, no con el afán de manipular, se debe hacer por ese bien mayor, por esa consecuencia que será más trascendental que la acción misma; porque responder a las circunstancias del mundo con un sí o un no, es darle a lo concreto una brutal y abstracta respuesta, puesto que, los principios morales a pesar de fundamentales, tienen atenuantes en relación a las condiciones empíricas bajo las cuales se pueden aplicar.
La moral debería ir más allá de los muros asignados por la sociedad, tendría que tener un lugar sustancial para nosotros como seres humanos, porque como decía Achile Tournier “hay que ser buenos no para los demás, sino para estar en paz con nosotros mismos”. Concibiendo que tratar a la finitud del hombre con ligereza es olvidar un tanto deprisa lo anfibio que somos, pues, yacemos como ángeles y bestias suspendidos en la línea mixta de la existencia; en palabras más llanas, la necesidad de mentir dependerá de las derivaciones favorables a la verdad primaria que se tenga, porque, en caso contrario, la mentira traerá la erosión en las bases no solo del civismo de una colectividad, sino de la creencia en sí mismo como individuo.
En tal sentido, enunciar la verdad, así como la mentira traerá secuelas, que algunas veces serán irremediables, cambiando el presente y, por ende, el porvenir de quienes la difundan y de aquellos que entre sus líneas habiten; de allí lo cardinal de estar consciente de la realidad de donde se parte para distinguir las circunstancias que afectaran nuestra decisión. Pues, parafraseando a la filósofa Ayn Rand, negar la realidad no te exime de sus consecuencias.
Luis José Natera Tibari
Maestrando en Filosofía - UCAB Guayana
Excelente …. “La verdad es un deber , y decirla una necesidad “ felicitaciones Luis.
Super buena lectura Luis. Te felicito! No soy crítica pero te puedo decir que me mantuviste atenta con el contexto y las verdades. Gracias y mucho éxito!
Espectacular articulo Estimado Caballero, excelente contexto, citas muy reales a lo que se vive hoy en dia, fuerte abrazo, gracias totales
Excelente artículo Luis, una vez escuché que el único momento en el que se puede mentir es cuando sientes que es solo para sobrevivir. Saludos 👏
Nuestra coherencia es nuestra verdad. Gracias por compartir tu artículo Luis.