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OPERACIÓN DES-IDENTIDAD URBANA

 Por: Juan Ernesto Bonadies


 

            Reflexionar sobre el rumbo de Caracas en la actualidad es reflexionar sobre la identidad caraqueña. «Caracas es Caracas» se dice con jocosidad e ironía, pero en el fondo la frase exalta esa cualidad de metrópolis incognoscible, una ciudad que va dejando de ser la de los techos rojos y la de la eterna primavera para devenir, tras un proceso sostenido de deriva posmoderna, en una urbe fragmentada, contradictoria y ajena al caraqueño mismo.


            Transitando la ciudad es fácil concederle la razón a Cabrujas (1990), pues tengo la misma sensación, ahora más punzante que nunca, «de habitar un lugar inconsulto, decidido en alguna oficina, pero no en mis ojos ni en la biografía de los míos» (p.12). Uno también se pregunta sobre Caracas «si el centro de su enigma es esa imposibilidad que tenemos sus habitantes de conocerla» (p.11). Caracas es, en primer lugar, un problema epistemológico.


            Aceptando aquello, explica Ana Teresa Torres (en Almandoz Marte, 2018), la mirada de Cabrujas es de resignación y permisividad. «Una manera de decir esto somos, esta es también nuestra identidad, de la que partirán las generaciones posteriores» (p.11). El dramaturgo se regodea de pertenecer a un pueblo docto en el derrumbe:


La arqueología a que me refiero es la arqueología del derrumbe. Porque así como hay personas que proclaman con orgullo pertenecer a un pueblo de grandes constructores, me atrevo a exhibir hasta con cierta jactancia, que provengo de un pueblo de grandes «derrumbadores», un pueblo demolicionista que hizo del escombro un emblema. (…) Caracas pertenece al ámbito de la destrucción deliberada, como un ladrillo erróneo que termina por no dejarnos satisfechos. Caracas es una ilusión de inconformes, y asumirla de otra manera es, sencillamente, creer que vivimos en otra parte y no en lo que hemos fabricado, mientras tanto y por si acaso. (…) Vivir en Caracas me ha enseñado, entre otras maravillas, que todo intento de descubrir sus espacios es un fracaso (Cabrujas y Dorronsoro, 1990, p.10).


Tal vez sea por mi necedad idealista, pero esa mirada no me es satisfactoria. Considero que, en las condiciones correctas, eso puede cambiar. Es menester entonces repensar el ahora de la ciudad, pues la ciudad imposible de Cabrujas ya no lo es sólo para el logos, también lo es para el ethos. Los caraqueños no podemos hacerla y habitarla como aspiramos. Son otros los agentes que en alguna oficina dictan las órdenes para enrumbar la ciudad hacia el derrumbe y la desmemoria, pero también para controlar la experiencia fenomenológica de habitar en la urbe.


Esa arqueología del derrumbe ha sido exacerbada por la Revolución Bolivariana, instrumentalizándola como herramienta opresora en una aplicación —lo reconozco—creativa del poder. Dice María Elena Ramos (2002):


El caraqueño está obligado a mirar con demasiada frecuencia hacia abajo mientras camina. Hay demasiados huecos en las aceras, desniveles, alcantarillas rotas, puntas de cabillas que asoman agresivas. Hay aceras que parecen pistas para carreras de obstáculos bajos, a ras o —como bajorrelieve — más abajo del piso. Son obstáculos que el peatón debe sortear y para hacerlo se convierte en perceptor de suelos, conocedor de salientes y entrantes, temeroso de enrejados por los que emergen vapores y en los que más de un peatón ha caído, perdiendo vida o salud.


Me atrevo a alegar que eso es por diseño. Obligar a alguien a mirar hacia abajo es, por una parte, poder controlar y dirigir su atención, y por otra, mantenerlo cabizbajo, con todo lo que ese gesto simboliza (tristeza, vergüenza, pena, sumisión). El conductor también tiene que memorizarse los huecos y baches de las calles si quiere mantener a salvo tanto a su vehículo como a sí mismo, tarea retadora que me refiere a una anécdota: una noche hace dos años en la que, llevándome al cumpleaños de una amiga, mamá cayó en un hueco por la Avenida Libertador y se le espicharon los dos cauchos izquierdos del carro. Sólo tenía un caucho de repuesto y estuvimos varados un buen rato esperando asistencia. Pasamos por la avenida al día siguiente para ver qué tan grande era aquel hueco que se había camuflajeado en la oscuridad —cabe acotar que no había alumbrado—, pero nunca lo vimos.


La estética urbana es un reflejo fehaciente de la política. Es, en sí misma, estética política. La estética chavista se diseñó para persuadir al pueblo, estimulando pasiones y emociones de unidad, redirigiendo la identidad para negar el pensamiento disidente e integrar al individuo a una masa dispuesta a luchar contra quien se oponga a sus ideas (De los Reyes, 2008, p.68). Con esa misión, el culto al líder se extendió como propaganda roja con los ojos y la firma del comandante, y la revolución asentó su carácter gnóstico a lo largo y ancho de la capital, adueñándose de ella.


Arturo Almandoz Marte (2018) describió el proceso que llevó hacia la «Caracas Roja» del chavismo. La revolución apelaba a un imaginario rural ajeno al país urbanizado que había sido un referente regional de modernización.


Desde los comienzos de la Revolución bolivariana, el nuevo presidente mostró un talante rural que desdecía del país urbanizado donde había crecido. La modernización trunca y desigual de éste, entreverada con las exclusiones partidistas del pacto de Puntofijo, atizó, a través de la voz del comandante, resentimientos sociales y políticos que resucitaron mucho de la sensibilidad izquierdista de los sesenta (p. 390).


            Pero a pesar de las proclamas igualitarias de Chávez, las fracturas y segregaciones de Caracas aumentaron (p. 394), acentuando la división entre el este y el oeste (p. 395), haciendo a la Caracas Roja debatirse entre el doble discurso oficial sobre lo urbano como algo expansivo y punitivo al mismo tiempo (p. 396). La ciudad rojiza se hizo meca del socialismo del siglo XXI (p. 397) y el país se polarizó cada vez más. (1)

 

 



            Ahora atendemos a la consolidación del poschavismo. La revolución continúa, pero las formas son distintas y los colores, poco a poco, también. Chávez, arañero en Sabaneta, se identifica con lo rural. Maduro, otrora autobusero, con lo urbano. El proyecto socialista, fallido, claro está, por su imposibilidad ontológica de llegar a buen puerto, devino en un dictatorial capitalismo clientelista y de Estado que, entre regulaciones paternalistas y omisiones cínicas, ordena y desordena a conveniencia.


            La contradicción urbana se encuentra en dos fenómenos:

El primero es la pretensión anticolonialista e indigenista del chavismo, exacerbada en el último tiempo a través de la autopista renombrada Gran Cacique Guaicaipuro Jefe de Jefes, adornada por una estatua de latón de mal gusto y un mural de colores pastel incoherente con la impronta artística de los aborígenes (2). También cabe mencionar el cambio de los símbolos patrios (la bandera y el escudo), sentenciando a muerte al león y relacionando anacrónicamente el valle prehispánico con la revolución socialista. Martín Hopenhayn (en Follari y Lanz, 1998) podría tener algo que decir al respecto sobre estos improperios estéticos:


La estética del collage y del pastiche, tan cara a la sensibilidad postmoderna, no es casual: constituye una metáfora de esta condición de continua recomposición de sensibilidades y mensajes culturales. Epítetos como «hibridez» y «sincretismo» se hacen cada vez más frecuentes en el análisis de los procesos culturales actuales (p. 27-28) (Yo, como venezolano, prefiero caracterizar el fenómeno como un «arroz con mango»).


El segundo es la expansión posmoderna de no-lugares (Augé dixit) y edificios liminales en la espectacular Caracas premium de nuevos locales lujosos, pantallas LED y [n]arquitectura plana y superficial cuya máxima representación es Avanti y la reproducción absurda de Trakis por doquier (en El Rosal hay dos en una misma cuadra dándose la espalda). Son fenómenos estéticamente foráneos que, para mí, fungen como una operación propagandística que aprovecha la idealización en el imaginario colectivo de estilos ajenos para legitimar la narrativa de un progreso que, en realidad, no existe. (3)


La paradoja está en que se atenta contra el colonialismo al mismo tiempo en que se exacerba la «mentalidad colonial». Este término lo usó Rafael Tomás Caldera (2007) para describir nuestra situación cultural: desvalorizamos nuestro entorno y asumimos una actitud de importación porque «nos parece que lo bueno es lo que se hace en otros sitios y que nosotros hemos de reproducirlo aquí» (p. 150).


Las consideraciones de Caldera pueden dar respuesta a la ciudad imposible de Cabrujas. Es por la mentalidad colonial que «nos encontramos extrañados en lo que sin embargo nos es más propio» (p. 153), y la contradicción de la revolución es que, con todo y su anticolonialismo, estimuló la mentalidad colonial. En mi hipótesis, eso también ha sido deliberado: destruir y derrumbar causando desarraigo, dejar que el ideal de lo que debemos ser se extienda hacia referencias ajenas, y luego, apenas fue necesario, revertir algunas cosas, volviendo a legalizar los casinos que se habían prohibido, aumentando la reproducibilidad publicitaria, construyendo simulacros… ¡La Operación Des-Identidad Urbana se ha concretado con éxito! ¿Dónde c*#0 estamos?


Como dice Ana Teresa Torres (en Almandoz Marte, 2018), «todo, a excepción de El Ávila, único bastión permanente, sigue un ritmo constante de mutación, y adquiere identidades que tampoco serán muy duraderas» (p. 12). Quizá no sea coincidencia que la montaña marque el norte, sólo hay que alzar la mirada, dejar de caminar cabizbajo, arriesgarse un poco.


Frente a lo feo, caótico y fragmentado, la montaña representa belleza, estabilidad y seguridad, arropando solemne a la urbe monstruosa y cambiante que se asienta en el valle. Parece otorgada por la Providencia como guía que, además, enfrenta imbatible a estructuras del tipo Traki, falsos dioses de la artificialidad posmoderna reproduciéndose como un ejército desplegado y extranjero, operando para disolver la identidad y exaltar la alteridad con nexos internos al régimen gobernante. La verdadera traición a la patria. La verdadera anti-venezolanidad que, por diseño, causa desarraigo y mengua identitaria.


Rafael Tomás Caldera (1996) escribe que, para pensar la ciudad posible, hay que (re)presentar el sentido cultural que sustenta el plano ético-político. Partamos de la obviedad de que para que la urbe progrese debe haber un cambio de gobierno... ¡Puff! ¡Vaya, un cambio político! Ok, listo, ¿y luego qué? Bueno, el habitar urbano que pretendemos presupone un ethos que, inexorablemente, debe ser humanista.


Puede entonces alcanzarse, junto con la suficiencia de vida que nos coloca un poco por encima del condicionamiento exclusivo de trabajar para sobrevivir, la civilitas, un despliegue de la humanitas, modo de vida que vale la pena vivir y, por ello, confirma en cada uno el sentido de pertenencia, no sólo a la ciudad, sino a la realidad entera.


            Se debe imaginar, así, una urbe en armonía con una comunidad de sentido humanista, una que deje de derrumbar y empiece a construir a partir de unos principios preestablecidos. El filósofo propone, dando el ejemplo de la fuente de una pequeña plaza en Suiza: «lo económico (lo útil) como soporte de lo estético-moral (lo bello) y ambos, integrados, unidos a lo trascendente (lo santo)».


Personalmente suscribo la visión de Caldera, y más ideas así deben de tomarse en cuenta cuando toque reconstruir sobre el ya prolongado derrumbe cuyos escombros, tras un cuarto de siglo del chavismo, lucen inconmensurables.

 

Notas:

1.      Ana Teresa Torres analiza el conflicto entre la modernidad urbana y la nostalgia por la identidad rural en el capítulo «Patria o paisaje» de La herencia de la tribu. Del mito de la independencia a la revolución bolivariana (2009, Editorial Alfa).

2.      Véase el reportaje de María José Dugarte «Murales "indígenas" de la autopista: ¿quién los hizo? ¿qué significan?» en El Estímulo. https://elestimulo.com/de-interes/2021-10-03/murales-indigenas-de-la-autopista-quien-los-hizo-que-significan/

3.      Véase mi artículo «El ideal neoyorquino, un artificio de desatención». https://caracascritica1.wixsite.com/filosofia/post/el-ideal-neoyorquino-un-artificio-de-desatenci%C3%B3n

 

Referencias:


Almandoz Marte, Arturo (2018). La ciudad en el imaginario venezolano IV: Del viernes negro a la Caracas Roja. Fundación para la Cultura Urbana.


Cabrujas, José Ignacio; Dorronsoro, Gorka. (1990). Caracas. (Texto: La ciudad escondida) Oscar Todtmann Editores.


Caldera, Rafael Tomás (2015). Ciudad posible. Extraído de: https://marisabelpresenta.wordpress.com/2015/06/04/ciudad-posible-rafael-tomas-caldera/ [Texto original: Rafael Tomás Caldera, El oficio del sabio, Caracas, Ediciones Centauro, 1996.]

____________________________ (2007). Ensayos sobre nuestra situación cultural. Fundación para la Cultura Urbana.


De los Reyes, David (2008). Sobre estética chavista. En: Estudios venezolanos de comunicación. Nº 142. Centro Gumilla. (p.66-79).


Follari, Roberto; Lanz, Rigoberto (1998). Enfoques sobre posmodernidad en América Latina. Fondo Editorial Sentido. [Texto de Martín Hopenhayn: Tribu y metrópoli en la postmodernidad latinoamericana]


Ramos, María Elena (2002). Fotociudad: estética urbana y lenguaje fotográfico. CANTV, C.A.




 

Juan Ernesto Bonadies


Estudiante de Comunicación Social de la Universidad Monteávila.

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