Por: Ernesto Borges
En el devenir de muchas actividades rutinarias rememoramos anécdotas y también olvidamos otras. Insertos en nuestras vidas cotidianas, constantemente descubrimos significado en nuestras vivencias, así como sopesamos una y otra vez el mundo de símbolos en el que convivimos. Pero ¿Qué pasa cuando la palabra falta? Cuando la angustia nos abraza, o la experiencia traumática sobreviene. Ciertamente la seguridad y familiaridad con el mundo se descalabra, la nada intercepta en la forma de mudez.
Estas reflexiones pueden tomarse como un breve homenaje a la obra de Hans-Georg Gadamer, quien tras 102 años de vida falleció hace casi 20 años el 13 de marzo de 2002. Un filósofo que dio cuenta del papel primario del lenguaje en la actividad humana, y renovó la tradición hermenéutica volviéndola una “filosofía de la comprensión”, así como brindó grandes aportes a la filosofía continental.
La actividad interpretativa no es algo relegado a las humanidades sino que es nuestra determinación fundamental como seres humanos, en relación con nuestra vida. Cuando ponderamos y atendemos a estos elementos “nimios” o “esenciales” en nuestra experiencia cotidiana no hacemos más que interpretar y comprender el mundo en el que formamos parte. Dos palabras que son casi sinónimos en la hermenéutica de Gadamer, y que vindican el papel primario del lenguaje en nuestra actividad comprensiva inmanente. Comprender es interpretar, y esta actividad se da en y por medio del lenguaje; de modo que éste no es un simple instrumento de comunicación o conocimiento, sino la condición de posibilidad de todo significado y toda “comprensión”.
Es por ello que para Gadamer (1996) “crecer dentro de una lengua significa siempre que el mundo se nos es acercado y que se planta en un orden espiritual” (p.120). El “mundo” es una abstracción fundamental y primera que sólo es posible en tanto el hombre es sujeto del lenguaje; a diferencia de otros seres vivos que poseen únicamente un “derredor”, más inmediato y conformado principalmente por estímulos sensoriales. De allí que toda “familiaridad” con el mundo se forma en nuestro aprendizaje de una lengua materna, es la articulación lingüística la que dota de orden y sentido un horizonte de vivencias múltiples y muchas veces caótico.
Vivimos el lenguaje como habitamos el “mundo” y nuestro hogar, por lo que también nos encontramos sujetos al lenguaje; idea que se resume en la famosa frase de Heidegger (1947) “El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre” (p.1). Ahora, esta concomitancia entre lenguaje, sujeto y mundo, implica que nuestra relación con éste último es una relación dialógica y plural. Adquirir una lengua es adquirir una acepción de mundo, única en relación con las múltiples lenguas que posibilitan diversas acepciones de mundo.
Sucede pues, que al volver sobre la idea de que comprender es interpretar se atisba que “comprender algo” es participar en un encuentro, una relación recíproca y de diálogo con aquello otro que busca dilucidarse. Entender un texto, una idea o a un interlocutor, es ya establecer un diálogo interno con ese otro: atender a su decir; en un intercambio que produce sentido, y no es simplemente una “reconstrucción” del sentido que aguarda inerte en aquello “otro”.
Comprender es interpretar, y esta actividad se da en y por medio del lenguaje; de modo que éste no es un simple instrumento de comunicación o conocimiento, sino la condición de posibilidad de todo significado y toda “comprensión”.
Nuestra actividad interpretativa es un diálogo siempre vigente que establece nuevas relaciones de sentido y trabaja sobre pre-juicios. Esto es, que su desarrollo parte continuamente de una “anticipación de sentido” o “pre-comprensión” de las cosas a las que nos aproximamos. Al volver sobre la cita de Gadamer, nos damos cuenta de que la adquisición de un lenguaje es ya el asumir acrítico de una serie de convenciones y significados que preconfiguran, y posibilitan, nuestra forma de entender el mundo.
No obstante, ¿La interpretación puede chocar con límites comprensivos? ¿El diálogo interno puede quebrarse? El evento traumático, la falta de palabra, y la impotencia de la angustia son algunas experiencias que dan cuenta de ello. En ellas, el horizonte común de sentido se quiebra, lo familiar se desdibuja en lo enigmático: la legibilidad se vuelve impotencia. Tal como el lenguaje articula mundo, el encuentro con la extrañeza se da allí donde la familiaridad desaparece, y con ella, los marcos de comprensión común se fracturan.
Parece que el silencio, instancia corrosiva, es el final de toda una filosofía de la interpretación; al contrario, el silencio expresa el rumor incesante y la fragilidad de la propia actividad comprensiva: la precariedad de toda palabra y su valor. Gadamer en relación con la poesía de Hölderlin llamó a esto la sabiduría del balbucir:
Hablar es buscar la palabra. Encontrarla es siempre una limitación. El que de verdad quiere hablar a alguien lo hace buscando la palabra, porque cree en la infinitud de aquello que no consigue decir y que, precisamente porque no la consigue, empieza a resonar en el otro” (Gadamer, 2004, p.12).
Entender un texto, una idea o a un interlocutor, es ya establecer un diálogo interno con ese otro: atender a su decir; en un intercambio que produce sentido, y no es simplemente una “reconstrucción” del sentido que aguarda inerte en aquello “otro”.
De modo que el silencio no es únicamente la fractura de un desarrollo comprensivo, sino la negatividad e interrupción que necesita todo desarrollo. La falta de palabras indica la imposibilidad de apropiarse de una palabra definitiva, también la dificultad y placer que surge del que busca comprender: el que cata, sondea y rumea la “palabra justa”, la expresión adecuada que nos interpela y crea una relación de significado. Un ejemplo insigne se aprecia en el tanteo y peso de palabras como “te amo”. Ellas no sólo “descubren” un hecho, sino que lo articulan y le dotan de significación: lo hacen verdadero en su acceso a la lingüisticidad de la comprensión, que establece relajaciones de sentido compartido.
Eso es el lenguaje, mundo, relación y comunidad. Su interrupción también puede ser la venida de una negatividad necesaria; pues la comprensión resurge y se da de formas plurales no unívocas. Ciertamente la pérdida, el luto y la impotencia son inevitables, aún así la materialidad de un significado siempre queda. Hans Georg Gadamer falleció hace 20 años, pero su legado escrito perdura y ha inspirado innumerables reflexiones. De igual forma toda ausencia es también la “presencia” de esa ausencia, vigente en las ruinas de palabras y expresiones que perduran. Un símil ejemplar lo podemos encontrar en palabras del escritor Jorge Luis Borges:
Cuando se acerca el fin, escribió Carthaphilus ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que dejaron las horas y los siglos. (Borges, 2005, p.31).
Referencias
-Borges, J. (2005). El Aleph: El inmortal. Alianza editorial.
-Gadamer, H. (1996). Estética y hermenéutica. Colección Neometropolis y Editorial Tecnos.
-Gadamer, H. (2004). Poema y diálogo. Editorial Gedisa.
-Heidegger, M. (1947). Carta sobre el humanismo.
Ernesto Borges (1999)
Licenciado de Estudios Liberales por la Universidad Metropolitana (UNIMET).
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