A continuación desarrollamos una hipótesis que plantea superar los lugares comunes ideológicos del espectro político, con la altura otorgada desde la filosofía aplicada como metapolítica, para operar un desencanto como actitud superadora de los mitos políticos, todo lo cual puede ser en justicia denominado «dureza política»[1].
Por: Edson Cáceres Zambrano
Toda teoría política cuyo fin sea describir la realidad de un aspecto de lo político debe abordar sus principios fundamentales refiriéndose a la guerra, puesto que según el dictum de Clausewitz «la guerra es la continuación de la política por otros medios», la política cristaliza sus principios en la esfera bélica. Nuestra aseveración se sostiene en el hecho de que tanto la política como la guerra son las expresiones non plus ultra del poder.
Para entender en términos ontológicos la guerra haremos uso del concepto de maldad, el cual precede al concepto de perversidad, categorías axiológicas que no se circunscriben a priori a un sistema moral ante rem, sino que enuncian el registro fenoménico y material de las relaciones entre los entes, su encuentro in re: la maldad es una expresión de la separación compositiva en múltiples partes de un individuo[2]. Los medios de los que se hace la guerra generan destrucción, la aniquilación de los seres, con el fin de dominar. Schmitt (1927) conjuga la guerra y la política afirmando un »Seinsmäßige«, una regularidad existencial, un hecho del ser, la posibilidad de ser destruidos por otro, el enemigo: «los conceptos de amigo y enemigo deben tomarse en su sentido concreto y existencial […], no se trata de ficciones o normatividades, sino de la realidad óntica (Seinsmäßige) y de la posibilidad real de esta distinción» (pp. 34-35). Por tanto la política tiene como su concepto definitorio la máxima potestad: la de disponer de la vida y la muerte de los individuos. Ya entendemos la razón de Sun Tzu al decir que «las armas son instrumentos de mala suerte […], “los que a hierro matan, a hierro mueren”»: la guerra al ser la direccionalidad de la maldad, i.e., la perversión, hace uso consciente de los instrumentos de la maldad, es decir, todo aquello que sirva para la separación entitativa, limitando el despliegue ontológico a través de la supresión, separando al individuo en sus múltiples partes.
Empero podríamos pensar que si un Estado al detentar el ius belli en la figura del soberano o de la unidad política decisiva[3], todos los que hacen parte del mismo en calidad de conciudadanos no serán tratados como hostiles en caso de que una situación bélica acontezca, siendo preservados y/o defendidos ante sus enemigos (como enemigos del Estado). Pero en el orden jurídico establecido se contempla la figura del estado de excepción, una suspensión de garantías a través del estado extraordinario, siendo activada y aplicada como recurso político interno, hacia los amigos del Estado o conciudadanos, como apunta Cisneros (2021):
«El estado de excepción disfraza la violencia de un aparente derecho. La exclusión de la violencia por el ordenamiento jurídico normal es incluida por el estado de excepción como una norma, y es aquí cuando las fronteras se difuminan, los límites se borran, el hecho y el derecho se confunden. Se impone el reino de la violencia mediante un falso derecho. En esta zona de indiferenciación, el soberano decide quiénes viven y quiénes no, y esta determinación es posible porque su poder se ejerce en un terreno donde la vida de los seres humanos está expuesta a la muerte, la ley los ha abandonado».
La política perversa de la forma anteriormente descrita es la cualidad característica de los sistemas totalitarios, buscando aniquilar a los individuos que consideren adversarios del Estado, es decir, considerándolos enemigos y por tanto, haciéndoles la guerra. Es aceptado por todos que la guerra se haga por cuestiones de soberanía, injerencia extranjera, preservación: «es lícito y permitido por la ley común y general, guardada y observada entre todas las gentes, matar al que acomete a otro como enemigo[4]» (Tucídides, 1963, p. 201), pero cuando desde el Estado se hace la guerra a sus ciudadanos, esto es, se hace el uso de instrumentos que busquen la aniquilación de sus individuos (a través de las armas, la falta de recursos de subsistencia, etc.), como un estado de sitio permanente, entendemos pues que en el mecanismo del paso ontológico hacia lo político hay un regressus, la naturaleza no se traslada a lo político, sino que lo político se traslada a la naturaleza[5]:
«[…] ningún afecto puede ser reprimido a no ser por un afecto más fuerte que el que se desea reprimir, y contrario a él, y que cada cual se abstiene de inferir un daño a otro, por temor a un daño mayor. Así pues, de acuerdo con esa ley podrá establecerse una sociedad, a condición de que ésta reivindique para sí el derecho, que cada uno detenta, de tomar venganza, y de juzgar acerca del bien y el mal, teniendo así la potestad de prescribir una norma común de vida, de dictar leyes y garantizar su cumplimiento, no por medio de la razón, que no puede reprimir los afectos, sino por medio de la coacción. Esta sociedad, cuyo mantenimiento está garantizado por las leyes y por el poder de conservarse, se llama Estado, y los que son protegidos por su derecho se llaman ciudadanos». (Spinoza, 2009, pp. 327-328)
A partir de este regressus, la ontología expresa toda su fuerza como afirmación, negación y contraposición de los seres: «en la naturaleza no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte. Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquélla puede ser destruida» (Spinoza, 2009, p. 293). Es lo que precisamente enuncia Agamben:
«[el ciudadano] no queda sencillamente fuera de la ley ni es indiferente a esta, sino que es abandonado por ella, es decir que queda expuesto y en peligro en el umbral en que vida y derecho, exterior e interior se confunden» (Cisneros, 2021).
Como al principio afirmamos: los fundamentos de la política son develados en la aplicación bélica de la potencia, el caso Venezuela entre muchos de la historia guarda un lugar desafortunadamente como lección empírica de los desafueros de la máxima expresión de la política: aquella de un orden político que se conserva destruyendo a sus ciudadanos, que en términos materiales y espirituales, suponen una mínima diferencia y por tanto peligro a sus ambiciones impositivas.
Referencias
Cisneros, M. E. (2021). La institución del totalitarismo en forma democrática. Ideas. Recuperado de: https://revistaideasve.com/la-institución-del-totalitarismo-en-forma-democratica/?s=09#_ftn5
Schmitt, C. (1927). El concepto de lo político. España: Res Publica. Revista de Historia de las Ideas Políticas.
Spinoza, B. (2009). Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid: Tecnos.
Tucídides. (1963). Historia de la guerra del Peloponeso. Volumen I. Barcelona: Gráficas Diamante.
[1] En el idioma alemán el vocablo que designa a la «dureza o fuerza» es »Kraft«, intentando hacer una distinción de »Macht«, designando al «poder, potencia, dominio». La »Kraftpolitik« de la que hablamos apunta a una geometrización del poder, de la fuerza, en un sentido estrictamente vectorial. El poder político de esta manera es despojado de cualidades metafísicas. [2] Cuando el individuo se separa en múltiples partes se da a entender que el quantum de relaciones que sostiene se interrumpe, y como un todo dado sobre el cual recaen las relaciones, sobreviven las partes pero no así el todo (la obra de un escritor, el cuerpo inerte, etc.). En términos materiales, la muerte como el sumo mal es la ruptura sistémica del individuo, y que sea precipitada o direccionada desde una posición de poder, esto es, perversa, en términos inmediatos (asesinato) o mediatos (negación de la posibilidad de los recursos de subsistencia), es la hipótesis que desarrollamos. [3] «Al Estado, como una unidad esencialmente política, le pertenece el jus belli, es decir, la posibilidad real de determinar, en el momento dado y en virtud de su decisión propia, quién es el enemigo y combatirlo» (Schmitt, 1927, p. 45). [4] «El enemigo es únicamente el enemigo público, porque todo lo que se relaciona con un grupo de personas y en particular con todo un pueblo se vuelve público» (Schmitt, 1927, p. 35). [5] El concepto característico de la naturaleza es el occursus o choque, denominado violencia por Cisneros (2021): «el derecho nace de la fuerza, la violencia, porque lo jurídico incluye lo no jurídico».
Edson Aldair Cáceres Zambrano.
Estudiante de Educación mención matemáticas de la Universidad de Carabobo.
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