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La Dictadura y la dignidad incontestada

Actualizado: 22 mar

Desmontando la leyenda dorada del perezjimenismo y reivindicando la democracia como la restauración de la dignidad del ser humano


Por: Alfredo Cabrera




Empecemos por lo básico: las dictaduras son malas. Vaya forma baladí de empezar un artículo, pero es un recordatorio que se hace cada día más necesario. Somos una especie de memoria corta, como los historiadores se empeñan en recordarnos, y el tiempo lo cura todo, incluido el espanto. Vivimos en una época convulsa, que en nada le parecería extraña a los atribulados europeos de hace noventa años: el auge de líderes con una retórica explosiva, el desmedido aumento de la pobreza, las desigualdades que se hacen cada día más grandes e incluso las armas que nos rondan con su ominosa presencia.


Como dirían los sajones, cuya escasez de vocablos no los priva de ingenio, ¡qué tiempo para estar vivo! Y este sentimiento, compartido tanto irónica como sinceramente por tantas personas, es la motivación de nuestras palabras. Mientras que algunos miran esperanzados hacia un futuro donde finalmente encaminemos la idea de progreso, no son pocos los que se encogen de brazos temiendo la reedición en vivo de Un mundo feliz, suspirando invariablemente hacia un pasado patinado de nostalgia y malos entendidos.


Occidente está siendo recorrido por el fantasma de su pasado como un adolescente que llora un corazón roto. Hay quienes encuentran en ese pasado chapado en oro una excusa para rechazar la modernidad, con todo lo que sus desafiantes condiciones y sus normas cambiantes nos inspiran. Frente a la sociedad líquida que avizoraba Zygmunt Bauman (1999), están aquellos que miran hacia atrás a los tiempos de reconfortante solidez. Aquellos tiempos buenos, creados por hombres fuertes, antes de que engendraran a los hombres débiles que han creado los malos tiempos.


Si algún alma cándida cree que nuestro país esta libre de esas tribulaciones, lamentamos ser quienes rompamos la ilusión. Todos aquellos que hemos vivido los últimos veinticinco años —se dice mal y pronto— en Venezuela sabemos lo que es tener una vida demasiado interesante, por decirlo de una manera gentil. No es necesario ahondar en los detalles más escabrosos de una de las crisis humanitarias más importantes de la contemporaneidad, para entender por qué tantos jóvenes devoran relatos de tiempos mejores, dirigidos por esos hombres de hierro que evitaban cualquier descarrío, tanto social como económico.


Hombres de los que, por cierto, no andamos escasos. Nuestra historia está repleta de una procesión de caudillos, dictadores y guapos armados, que han escrito con sangre nuestro devenir como grupo humano. Si hay algo que nos diferencia a los occidentales, latinoamericanos incluidos por controversial que suene, es nuestro pernicioso gusto por los héroes. Venezuela no falta al recuento: Bolívar, Sucre, Páez, Guzmán y sí, Gómez. Ese irredento placer por los mesías que hasta cuando vivimos en democracia nos da culpa admitir, por aquel hombre de la etiqueta que venga a dar justicia a un sistema ineludiblemente torcido e injusto.


Y por eso empezamos este artículo con un recordatorio: las dictaduras son malas. Hace apenas unas semanas celebrábamos, algunos, el aniversario del fin de la última bota de la que pudimos sacudirnos. Pérez Jiménez ha sido siempre una figura torva de la historia venezolana, amado y odiado —sepan disculpar el cliché— y que aun hoy, seis décadas después, sigue polarizando a nuestra juventud como si aún pudiera salir en el canal del estado un día de estos. Y no falta quien lo añore…


Los fundadores de la democracia pusieron especial empeño a que, pese a esa memoria corta tan humana, no tuviéramos que enfrentarnos a eso de nuevo. Sin ir más lejos, era el único hombre mentado en la constitución nacional, con la intención de prohibirle usar un sistema que denostaba para volver al poder. Quizá no contaban con que, tantos años después, el andino contaría con una legión de apóstoles que aún suspiran por aquel tiempo en el que se podía dormir con la puerta abierta, o en la que teníamos tal paridad con los Estados Unidos que su moneda valía lo mismo que la nuestra. Aquel que estuvo en la portada del Time, que le dio al país un baño de concreto armado e hizo tal cantidad de obras públicas que sin él aún estaríamos viviendo en condiciones poscoloniales. Pero, ¿es eso cierto? ¿Fue realmente un acierto interrumpir tan meteórica trayectoria? ¿Tenemos algo que celebrar el 23 de enero?




 

Lo primero que debería abordarse para derribar el mito de la dictadura, es el del gran legado material, pero creemos que excede a este artículo, en forma y extensión, hacer un reporte pormenorizado de las obras del período o de sus sucesores. Sin embargo, sí queremos hacer dos breves puntualizaciones que permitan levantar el velo del recuerdo, abriendo camino hacia una interpretación más honesta, si se quiere, de nuestro pasado inmediato.


La primera es que, ante la premisa de un régimen que se presenta como el más eficiente de la historia de nuestro país, es necesario recordar que el poder absoluto, por su mera constitución, siempre es una plataforma que permite acelerar cualquier tipo de agenda sin tener que luchar contra los incordios del disenso, la opinión o los intereses ajenos. Cuando no hay que hacer preguntas, solo dictar ordenes, el terreno del aspirante a potentado se ve mucho más despejado.


Pero con grandes poderes vienen grandes responsabilidades —sepan disculpar— puesto que, si bien un gobierno democrático aún puede defenderse en el bloqueo de un congreso opositor, el autócrata pierde tal privilegio. Aunque no se le juzgue en el presente, el futuro siempre sabrá que cuando se hace todo lo que una voluntad quiere, también lo que no se hizo fue porque esa voluntad no quiso. Es lo que tiene ser el padre de la nación: si tus hijos pasan hambre, no deja de ser culpa tuya.


Y es aquí donde ese coloso de pies de barro cae ante nuestros ojos, puesto que, si aceptamos lo primero, vemos que cualquier régimen democrático tiene las de perder contra la autocracia. Hay un Congreso que convencer, partidos que apaciguar, intereses que respetar, procedimientos que seguir, presupuesto que consultar. Frente a la libertad del dictador, el demócrata tiene muchos obstáculos en su gran cruzada modernizadora, y no hemos mencionado el más importante de todos: el tiempo. Puesto que lo que la bota puede tomarse la vida en hacer, el gobierno democrático tenía como mucho cinco años.


Y con eso y todo —y aquí nuestra segunda puntualización— la democracia le ganó por paliza. Basta con revisar el extraordinario trabajo de Curiel (2014) para darse cuenta de que al comparar el decenio de dictadura militar con el primer decenio de la democracia, la balanza tiene claro vencedor. Cientos de obras de enorme utilidad pública compiten contra un puñado de obras —llamativas, quién lo duda— que apenas parecían ser mimo al prestigio personal del general. Frente a un exiguo lavado de cara de la tacita de plata de toda dictadura, la vitrina capital, la democracia construyó para todo el país una infraestructura que hoy usamos. Solo hay que cruzar el puente sobre el Lago o, quien aún puede, encender la luz, para saber que el Guri sigue funcionando.


Todo esto además en un clima convulso, marcado por más de cinco golpes de Estado, una lucha armada insidiosa y el gran descreimiento de una gran parte de la sociedad. La democracia se impuso en la carrera del hormigón, soportando balas, mientras que aquellos que presumían de tener en sus manos la Seguridad Nacional ven sus logros mermados en plena época de paz social. Una paz y una seguridad que se cimentaba en el dolor de Guasina (Catalá 2021), en los asesinatos en las esquinas de dirigentes opositores y en el hacinamiento de las cárceles. ¿Son estos los tiempos mejores que queremos copiar del pasado?


El mayor peso que tienen las leyendas doradas sobre la dictadura se asienta en el estrepitoso fracaso de su régimen sucesor, la democracia de cuatro décadas es vista como la directa responsable del cataclismo al que nos enfrentamos. No vamos a ahondar en las razones de ese fracaso, pues daría para varios artículos más, pero coincidimos en la postura de Rey (2009; 2015) o López Maya (2005): la democracia cayó por un gran cúmulo de promesas incumplidas, de expectativas frustradas y por el constante empeoramiento de las condiciones de vida material.


Pero el fracaso del experimento, en condiciones tan adversas como las de nuestra sociedad, no impide rescatar la principal virtud de la democracia frente a la dictadura: su irredenta confesión en favor de la dignidad humana. Cuando Francis Fukuyama (1992) declaró el fin de la Historia lo hizo por una conclusión que no dejamos de compartir, pese a su probadamente fallido diagnóstico. Siguiendo a Hegel, el fin de la historia pasa por la restauración de la dignidad perdida cuando los primeros hombres se dividieron entre amos y esclavos, parcialmente subsanada por una sucesión dialéctica de formas de poder.

Pero la democracia, mantenía Fukuyama, sería esa última forma en la que esta herida quedaría saldada, en la cual los seres humanos podemos vernos entre nosotros manteniendo la frente en alto, consagrando en ella nuestros derechos, sueños y aspiraciones más fundamentales. Un régimen donde, como quería Rousseau, los hombres no vivieran entre cadenas. Y es por eso que las dictaduras, sin importar su tinte, no son buenas, puesto que olvidan más de tres milenios de conquistas alcanzadas en pro de la dignidad humana.


Solo un régimen donde todos somos iguales, donde la vida que tenemos puede ser encausada por nuestras manos, donde la libertad de pensar, armar y obrar no se ve comprometida, es aquel por el que merece seguir luchando. La falta de libertad es la única pobreza que nunca podrá ser saldada con dinero, pero si eso es lo que preocupa, les dejamos una pregunta más: ¿no son acaso los países más ricos y desarrollados del mundo, democracias liberales?


Solo nos queda hacernos a todos una pregunta, cuando nos perdamos en el ensueño del orden y la riqueza, ¿en qué clase de mundo queremos vivir?


Bibliografía:


Bauman, Z. (2015) Modernidad Líquida. Ciudad de México: Fondo de cultura económico.


Catalá, A. (2021) Libro Negro 1952: Venezuela bajo el signo del terror. Estados Unidos: Amazon Kindle Edition


Curiel, J. (2014) Del pacto de Puntofijo al pacto de la Habana. Caracas, Venezuela: Hoja del Norte.


Fukuyama, F. (1992) El fin de la Historia y el último hombre. Barcelona: Planeta


López Maya, M. (2005) Del viernes negro al referendo revocatorio. Caracas, Venezuela: Alfadil.


Rey, J. (2009). El sistema de partidos venezolano. Caracas, Venezuela: Politeia.


Rey, J. (2015) Los tres modelos venezolanos de democracia en el siglo XX. Recuperado: https://www.academia.edu/15453850/_LOS_TRES_MODELOS_VENEZOLANOS_DE_DEMOCRACIA_EN_EL_SIGLO_XX_



 

Alfredo Cabrera


Licenciado en Estudios Liberales, Universidad Metropolitana (UNIMET). Magister por la EAE de España, con papers publicados por la Universidad Complutense de Madrid y otros medios académicos.

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