top of page
caracas crítica

La cuestión del perdón en el pensamiento de Jacques Derrida

El pensamiento del filósofo francés Jacques Derrida indaga sobre la naturaleza del perdón desde dos aristas irreductibles entre sí: una absoluta y referencial, y otra concreta e histórica. Partiendo de esta distinción, buscamos plantear preguntas acerca de la posibilidad de perdón ante transgresiones tan violentas como los crímenes de lesa humanidad, tema de profundas implicaciones morales suscitado por los acontecimientos de los siglos XX y XXI.


Por: Sita de Abreu

Fotografía de Jacques Derrida.

Los tribunales de Núremberg, aquellos que habrían de juzgar los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por los nazis, no siempre fueron parte del plan. En su lugar, Churchill planteó en Yalta ejecutar sin juicio a los líderes alemanes. Esta propuesta se apoyaba sobre razones pragmáticas, por supuesto, pero también se sostenía sobre la idea de que los crímenes bajo el Tercer Reich no podían encontrar otra justicia que la ejecución de los culpables. En otras palabras, resultaban imperdonables. De esta forma, algunos de los victoriosos de la Segunda Guerra Mundial estaban convencidos de que el debate acerca de qué hacer con los nazis debía resolverse entre el fusilamiento y el ahorcamiento.


No obstante, con la llegada de Harry Truman a la presidencia de Estados Unidos, aparece en la escena el Secretario de Guerra Henry Stimson. Él habría de presionar a favor del enjuiciamiento de los culpables a fin de que, entre otras cosas, se pusiera en evidencia la magnitud de los crímenes, evitando que fuesen olvidados o manipulados. Estos tribunales constituyen referentes claves en la historia del derecho internacional. A partir de entonces, donde se cometieran crímenes de similar naturaleza, se establecerían tribunales ad hoc para juzgarlos, tal y como ocurrió en la antigua Yugoslavia y Ruanda. La posterior creación de la Corte Penal Internacional, un tribunal permanente para juzgar crímenes de lesa humanidad, genocidio, tortura y crímenes de guerra, representa un hito dentro de este proceso.


La novedad de estos sucesos reside en que constituyeron esfuerzos dirigidos a documentar, reconocer y debatir acerca de lo imperdonable. Se informa una conciencia sobre la naturaleza de los crímenes de la humanidad contra la humanidad, crímenes que transgreden violentamente los límites del lenguaje, de lo imaginable. No es de extrañar, pues, que la inquietud moral sobre la naturaleza del perdón salga a relucir. ¿Es posible perdonar crímenes que desgarran el velo de lo punible, transgresiones que parecen sobrepasar cualquier expiación posible?

La novedad de estos sucesos reside en que constituyeron esfuerzos dirigidos a documentar, reconocer y debatir acerca de lo imperdonable.

El filósofo francés Jacques Derrida (1939-2004), quien impartía un seminario en la École des hautes études en sciences sociales sobre el perdón y el arrepentimiento, nos ofrece una respuesta: el perdón solo tiene lugar allí donde resulta imposible; es decir, frente a lo imperdonable, el pecado mortal. Donde el perdón resulta el paso lógico, el medio para una reconciliación o una finalidad personal o política concreta, compromete su pureza, su estado de locura radical. Nos encontramos así frente al perdón como aquello incondicional que irrumpe inesperadamente entre la víctima y el culpable bajo la forma de una fuerza ininteligible, ilimitada e inocua frente a los intentos de explicarla.


Según expone Derrida, la naturaleza del perdón es tal que no puede tener lugar cuando se le condiciona al arrepentimiento del culpable. Si fuera así, se estaría perdonando a alguien que ya no es el mismo que cometió el crimen, a alguien que se ha separado de su acción y la ha reconocido como transgresora. En cambio, la imposibilidad que hace posible el perdón ocurre solo cuando el culpable permanece inalterable, inseparable e íntegro en su crimen. Sin mediaciones, sin negociaciones, sin reconciliaciones. El perdón en su acepción más pura trabaja como un misterio, como un llamado que no tiene límites, de modo que la magnitud del crimen no le presenta ningún problema. El perdón es infinitamente vasto y absolutamente inexplicable.


Este perdón hiperbólico no niega necesariamente la legitimidad de sus manifestaciones más prácticas, porque Derrida reconoce que para que el perdón tenga lugar debe responder a condiciones concretas e históricas. Un ejemplo de esto son los procesos colectivos que se llevan a cabo bajo el imperativo de la reconciliación y se orientan a alcanzar ciertos fines, generalmente la paz, en una realidad sociopolítica específica: amnistías, indultos, sobreseimientos, etc. Charles Taylor, por ejemplo, fue presidente en Liberia entre 1997 y 2003, responsable de cometer crímenes de guerra y de lesa humanidad por intervenir en la guerra civil en Sierra Leona a cambio de diamantes de sangre. En el 2013 fue sentenciado a 50 años de prisión por crímenes que iban desde asesinatos a secuestros de niños para convertirlos en soldados. No obstante, una década antes de su sentencia se consideró que permitirle a Taylor irse a Nigeria a cambio de abandonar el poder en Liberia era esencial para estabilizar el país y evitar más muertes. Por esa razón se hizo un trato para su exilio: se antepuso la paz a la justicia. En este caso, el perdón no responde a una exigencia absoluta, sino que se convierte en una transacción a fin de conseguir objetivos políticos.


Charles Taylor en el Tribunal de Sierra Leona
Según expone Derrida, la naturaleza del perdón es tal que no puede tener lugar cuando se le condiciona al arrepentimiento del culpable.

Ahora bien, Derrida nos dice que estos procesos en los que se ofrece una absolución para lograr la reconciliación o la estabilidad en la arena geopolítica poco tienen que ver con el perdón en sentido estricto, aun cuando los políticos hagan uso extensivo del lenguaje del perdón para legitimarlos. Según Derrida, si bien estos procedimientos pueden ser fundamentales para los procesos de paz, corresponden a una acepción insuficiente del perdón que aspira a presentarse como universal, pero en realidad es heredera del lenguaje religioso abrahámico. Es decir, cuando en Occidente se habla de crímenes de lesa humanidad, es inevitable notar la semblanza con la idea del pecado mortal de las religiones abrahámicas. Igualmente, la doctrina de los derechos humanos, nos dice Derrida, aspiran a sacralizar al hombre; de allí que las violaciones contra ellos despiertan una indignación equivalente a la que produce la profanación de lo sagrado. Con ello, nuestro autor enfatiza que la acepción del perdón que usualmente se asume en la política está bastante condicionada a determinadas tradiciones, razón por la cual no corresponde a la idea del perdón absoluto.


De esta manera, se identifican dos polos del perdón que, si bien excluyentes entre sí, son igualmente indispensables: el primero pertenece a la ética hiperbólica que propone la dimensión incondicional, gratuita e infinita del perdón, aquel que solo se hace presente frente a lo imposible y se encuentra más allá de la política y el derecho; el segundo responde a la lógica de una transacción a la cual se llega sopesando los resultados posibles y concluyendo que, en ocasiones, exonerar conlleva menos riesgos que buscar justicia. En contraposición a la locura radical del primer polo, el segundo posee un sentido, satisface un propósito, responde a un fin fuera de sí mismo.


Nabucodonosor II. Impresión color, tinta china y acuarela sobre papel. Por William Blake, 1795/c.1805.

Es evidente que el polo del perdón hiperbólico es, por su misma naturaleza, incognoscible; escapa de nuestras manos reducirlo a elementos conocidos, puesto que en el instante en el que se lo intenta comprender, se pierde. Pero el segundo polo del perdón, aquel que se manifiesta en torno a procesos de reconciliación y paz en sociedades profundamente heridas, tampoco escapa de ser problemático. En primer lugar, está la pregunta de si entre cielo y tierra existe castigo equivalente a la atrocidad de aquellos crímenes que resultan repulsivos tanto por la cantidad de sus víctimas como por la crueldad de sus actos. El Tribunal de Sierra Leona reconoce esto cuando uno de sus jueces comunica la condena de Charles Taylor: “El Tribunal ha tenido en cuenta la gravedad y el impacto físico y emocional de los crímenes perpetrados contra la población civil. Los mutilados tendrán que vivir siempre de la beneficencia. Las mujeres violadas sufrirán el estigma del asalto, y el rechazo que padecen los hijos que tuvieran. A los menores reclutados se les robó la infancia” (Ferrer, 2012, párr.1). Es desolador lo poco que debe parecer 50 años de prisión a esos mutilados, mujeres violadas, niños soldados y hombres esclavizados, en especial teniendo en cuenta que Taylor, siendo actualmente un septuagenario, difícilmente cumplirá la condena. Con todo, se trata de un caso en el que se hizo justicia; en otras ocasiones, el criminal vive una vida larga y tranquila mientras las víctimas batallan contra los recuerdos de una dignidad arrebatada y una amarga injusticia.


En segundo lugar, existe una interrogación aún más compleja que atañe a los actores en la escena del perdón: ¿Hasta qué punto un tercero, sea una organización internacional, sea un Estado, puede perdonar crímenes cuando esto implica arrebatarle a las víctimas la posibilidad de obtener justicia? Con esta pregunta, no se está poniendo en tela de juicio la capacidad jurídica de esas instituciones de otorgar el perdón, puesto que evidentemente la tienen, aunque con limitaciones establecidas por el derecho internacional. Lo que se cuestiona, en cambio, es la pertinencia moral. Al ofrecer una respuesta, Derrida identifica la otra cara de lo imperdonable: la expropiación por parte del Estado de la posibilidad de sanar y de perdonar de las víctimas al ofrecer cierto grado de impunidad. La dificultad estriba en que, en ocasiones, esto ha resultado necesario para evitar más conflictos, como se concluyó en Camboya en la década de los noventa justo antes de conceder amnistías a los miembros de los Jemeres Rojos, movimiento maoísta responsable de la aniquilación de un cuarto de la población de ese país.


No son cuestiones sencillas las aquí planteadas. No solamente se trata de que el perdón en sí mismo es un concepto aporético, puesto que solo se hace posible en su imposibilidad, sino que, para que el perdón sea un hecho práctico y efectivo, debe enfrentarse, como hemos visto, a decisiones profundamente enraizadas en dilemas morales, especialmente en aquellos casos donde hay que optar entre la paz y la justicia. No obstante, el pensamiento de Derrida no solamente nos abre los ojos a la belleza de la infinitud y la absoluta fuerza del perdón incondicional, sino que reconoce las limitaciones a las que se enfrenta permanentemente la humanidad cuando dicho perdón debe concretarse. La tensión entre lo ideal y lo empírico se hace más patente cuando se trata de perdonar.


Referencias Bibliográficas.

- Derrida, J. (2003). El siglo y el perdón (entrevista con Michael Wieviorka).

- Ferrer. I. (30 de mayo de 2012). La Haya condena a Charles Taylor a 50 años de prisión por crímenes de guerra.

- Scharf, M. (2006). From the eXile Files: An Essay on Trading Justice for Peace. Washington & Lee Law Review, 63(1), 339-376.


 



Sita de Abreu (1998)


Licenciada de Estudios Liberales en la Universidad Metropolitana (UNIMET).

47 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page