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caracas crítica

“Las‌ ‌Moradas”‌ ‌a‌ ‌la‌ ‌luz‌ ‌de‌ ‌la‌ ‌filosofía‌ ‌moderna,‌ ‌según‌ ‌Edith‌ ‌Stein‌ ‌



Por: Ofelia Avella

Fotografía de Edith Stein

Edith Stein, filósofa, discípula de Husserl y buscadora apasionada de la verdad, se convirtió del hebraísmo al catolicismo tras un largo y profundo discernimiento que fue madurando con los años. Su encuentro con Dios fue progresivo, propio de quien va captando señales en el camino, pero si algo le definió qué era lo que realmente buscaba, fue la lectura de la Vida de santa Teresa de Jesús, la reformadora del Carmelo.


Allí encontró intimidad y sosiego, complicidad secreta y ternura: lo más subyugador para un alma que busca amar. El trato directo y franco con Dios; la implicación de la afectividad en el proceso de búsqueda intelectual y la espontaneidad con que Teresa abre su alma para dejar en evidencia una relación de amistad real con Jesucristo, supuso para Stein la constatación de que había encontrado eso de lo que tenía sed su alma.


En su escrito “El castillo del alma”, Stein hace primero un análisis del libro de santa Teresa, para proseguir a estudiarlo, en un segundo apartado, “a la luz de la filosofía moderna”. Si bien su proceso de búsqueda derivó en una conversión religiosa -en la que Dios intervino para moverla a creer-, su inteligencia precisaba comprender -racionalmente- en qué consistía el itinerario que conducía al interior del alma.


Para la reformadora del Carmelo, el alma era “habitación de Dios” y la oración, “la puerta de entrada”. Como alumna de Husserl, atraída por la fenomenología y su fuerte tendencia a volver a las cosas, Stein consideró que es posible comprender la estructura del alma y entrar, también, en su interior, sin tener esa conciencia de que Dios habita en nosotros y que el acceso a la intimidad es la oración.


Su encuentro con Dios fue progresivo, propio de quien va captando señales en el camino.

El reino del alma, ese castillo en el que hay varias moradas, tiene un muro de cerca, como bien explicó santa Teresa. Su analogía es luminosa, pues el “yo” penetra en su interior de afuera hacia adentro. Desde el muro de cerca, abierto a todos los reclamos que el mundo hace a nuestros sentidos, el ser humano medianamente consciente de que tiene intimidad recorre un camino, pedregoso y largo, que le irá conduciendo al centro interior: ese lugar en el que habita Dios y que nos resulta invisible, desconocido, por privar en nuestras vidas la atracción de lo sensible. La posibilidad de perdernos en “lo exterior”; de quedar “atrapados”, “enredados” por las realidades temporales y los placeres efímeros, impiden en muchos momentos escuchar “el silbido del pastor”: esa voz que llama desde lo íntimo para que atendamos a su amor.


Edith Stein explica que todo hombre puede deducir que tiene un alma si con sinceridad advierte que la inteligibilidad del mundo es posible por algo común entre la realidad y nuestra inteligencia. Esto común es de índole espiritual, pues cuando conocemos, amamos y hablamos queda en evidencia la naturaleza de la vida que llevamos dentro: eso que somos. Nuestra intimidad, por otra parte, clama por una vida más perfecta; tendemos a lo mejor, a más, a un más allá que dé una razón profunda de nuestro existir. Por eso pretender reducir el ámbito de lo cognoscible al mundo fenoménico es, por lo pronto, simplista, pues solo el hecho de pensar sobre realidades intangibles y anhelar valores elevados indica que una realidad de naturaleza similar hace posible estos actos humanos.


Representación de Edith Stein

La vía para adentrarnos en nosotros mismos no es exclusivamente la reflexión. Stein insiste, como lo harán todos los filósofos personalistas, en las relaciones humanas. El trato con los demás abre el camino al propio conocimiento, pues el intercambio de subjetividades nos ayuda a vernos a nosotros mismos desde afuera, lo cual se traduce en una oportunidad para contrastar lo que nosotros vemos en nuestro interior con aquello que ven otros sobre nosotros. Esto tiene un límite, pues en lo más interior de nosotros mismos está Dios, cuyo encuentro personal clarifica nuestra intimidad como no lo hará nunca ninguna otra relación. Esa intimidad que nos es difícil de descifrar se halla en nuestro centro interior. Allí está Dios. Por eso, conocerlo a Él va de la mano con el conocimiento propio. Se trata de un descubrimiento interdependiente, pues Él está en lo profundo donde se halla, también, nuestro centro de unidad más íntimo. La experiencia de Edith Stein es la de santa Teresa, la de san Agustín y la de tantos santos o filósofos buscadores de Dios.


Los hombres podemos encubrirnos a nosotros mismos. A veces no es fácil autoconocerse. Nunca es fácil, realmente, pues la imagen que tenemos sobre nuestro ser no suele coincidir con la que tienen otros sobre nosotros o con la que se acoge a lo que en verdad somos. La ceguera interior sobre nuestra propia realidad puede deberse a una “inconsciente angustia de encontrarse con Dios”. En la medida en que se hace la luz sobre nuestra intimidad se hará también acerca de Dios y sobre la Creación entera. La realidad muestra que “nadie ha penetrado tanto en lo hondo del alma como el hombre que con ardiente corazón ha abarcado el mundo, y que por la fuerte mano de Dios ha sido liberado de todas las ataduras e introducido dentro de sí en lo más íntimo de su interioridad”.


La experiencia de Edith Stein es la de santa Teresa, la de san Agustín y la de tantos santos o filósofos buscadores de Dios.

Nuestra filósofa deja claro que es posible adentrarse en la propia intimidad por la vía de la reflexión y de las relaciones interpersonales; no exclusivamente por la vía de la oración, es decir, del trato con Dios. Podemos también conocer que tenemos un alma sin ser del todo conscientes de que en su centro habita Dios.


Lo fundamental es, sin embargo, que una vez descubierta la puerta de acceso a la interioridad, el alma que anhela plenitud acaba por reconocer que su hambre más íntima solo se sacia con el trato personal, amoroso, con Dios.


Referencias bibliográficas:

- Edith Stein, en El Castillo del alma, recogido en Escritos espirituales, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1998.



 

Ofelia Avella


Profesora titular en la Universidad Metropolitana (UNIMET)

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