Por: Giann Di Giuseppe
Se golpea a la figura con las manos y esta no resuena. Se vuelve a golpear, otra vez con mayor fuerza. Un vibrar parece rodear a la figura pero sigue sin romperse. Las manos quedan rotas, y la figura sigue alzada… Llega un hombre con un martillo queriendo romper la figura. Todos se burlan de él. El extraño dice que viene de una montaña, luego de haber pasado años allí, y le acompañan una serpiente y un águila. Luego de un golpe con su martillo se rompe la estatua, y aquello que se creía sólido termina por desvanecerse en el aire. Aquí lo importante nunca fue el momento del derrumbe, lo que ocurre posterior a la destrucción de la estatua. Lo que importa es el resonar.
“Zaratustra comienza por preguntarse si será necesario estallarles, romperles los oídos, a golpes de címbalos o de tímpanos, instrumentos, siempre, de alguna dionisiada. Para enseñarles también a «oír con los ojos»” (Derrida, 1989, p. 19).
Los ídolos ¿Tienen algún sonido? ¿Resuenan? ¿Tienen forma hueca? La corporalidad del sonido se desprende de la capacidad de resonancia de un objeto: dependiendo de la capacidad de resonancia un instrumento, por ejemplo, puede proyectar más ruido que otro. Pero ¿los ídolos resuenan? Parece que sí. Se puede suponer que dentro de ellos existe una cavidad que les permite resonar, ser oídos y, más importante, ser oídos por alguien. Ese alguien se encuentra en un momento de siempre-escucha. No para de oír a los ídolos, de imitarlos y ser su profeta. Su caminar, sus palabras forman un Ethos que nace de la escucha. Los ídolos resuenan y son escuchados.
A estos ídolos se les ha puesto el nombre de Dioses, de tantos como se pueda. Cada alguien se relaciona con las deidades y procede al parecer de ellas. Todo esto tiene lugar en la cultura, y es esta la que, desde su inmanencia, permite un comportarse que siempre pretende ir más allá de ella. Los ídolos resuenan, pero solo pueden ser escuchados por aquellos con oídos y hasta una cierta distancia.
Pero es válido preguntarse sobre la verdadera resonancia de los ídolos. Qué pasaría si, realmente, los ídolos no fuesen huecos sino llenos. ¿Acaso puede esa llenura proporcionar una real resonancia? Cuando el hombre golpea a la figura sus manos se quiebran, no por el grosor de la capa exterior de la estatua, sino porque no había capa exterior que no fuese al mismo tiempo la figura completa. Los ídolos pesan, no son huecos. No se encuentran en un espacio abierto, están siempre dentro de pirámides.
Lo impresionante de la tarea de Nietzsche fue verdaderamente esto, a saber, la posibilidad de romper aquello que era sólido, fijo siempre allí donde alguien volteaba su cabeza para escuchar, aunque lo que escuchaba nunca era al ídolo sino la repetición de un diálogo en el espejo. ¡Los ídolos nunca hablaron! Y la memoria fue escasa para recordar que nunca lo hicieron. “Creen honrar una cosa, despojándola de su aspecto histórico, sub especie eterni… cuando hacen de ella una momia” (Nietzsche, 1888, p. 32). “Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una verdad” (Nietzsche, 1873, p. 25). Estos ídolos no tienen otro nombre que el de ideales: la verdad, el derecho, el hombre, Dios, etc. Todo aquello que los hombres oyeron, que codificaron con el lenguaje y lo elevaron al concepto, se llaman ídolos. Y ellos nunca hablaron. “Yo no establezco ídolos nuevos, los viejos van a aprender lo que significa tener pies de barro. Derribar ídolos (Ídolos es mi palabra para decir ideales) eso sí forma parte de mi oficio” (Nietzsche, 1888, p. 22). Ideales que tienen un olor particular, porque aunque el mudo resonar de los ídolos es escuchado, Nietzsche puede oler su metal macizo, inamovible, lleno y seco.
¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal. (Nietzsche, 1873, p. 28).
Nunca un ídolo puede ser otra persona. Aunque realmente, por fuerza de la cultura y el lenguaje, de una comunidad de hombres nacen unos ídolos, unos ideales; mediante el uso del concepto, realmente el ídolo tiene su génesis en la trascendencia del propio concepto. Las valoraciones de una cultura se quedan allí, fijas en su tarea distribuidora; pero cuando se intenta elevar, hipostasiar el uso engañoso del lenguaje, entonces un ídolo de metal macizo cae en el centro y es adorado. Aunque no hablen, las palabras de las personas, sus sonidos, rebotan en su superficie, que es la misma llenura, y es escuchada de vuelta. Siempre una cultura va a tomar de referencia sus propios procesos inmanentes para luego elevarlos, desarrollando una tabla perfecta que mide la valoración de sus propiedades.
Ningún pueblo podría vivir sin antes realizar valoraciones; más si quiere conservarse, no le es lícito valorar como valora el vecino. Muchas cosas que este pueblo llamó buenas son para aquel otro afrenta y vergüenza: esto es lo que yo he encontrado. [..] Una tabla de valores está suspendida sobre cada pueblo. Mira, es la tabla de sus superaciones; mira, es la voz de su voluntad de poder. (Nietzsche, 1883, p.34).
Nietzsche rompe con su martillo, hace romper y estalla el ídolo. Resuena su gran cuerpo de diamante con el hierro (o mejor, carbón) del ídolo. Pero lo que se rompe finalmente, con el sonido monstruoso del choque, no es tanto el ídolo como el tímpano del que escucha. El filosofar con martillazo es precisamente martillar el tímpano.
El ídolo cae muerto, pero rápidamente la comunidad se agrupa para crear, confundidos, nuevos ideales. Entonces se miran los unos a los otros, todos esclavos de un mismo amo, preguntando por él y creándolo. Y todos dicen: “¡Queremos un guía, un ídolo!”, pero lo que quieren es un amo.
Los hombres nunca idealizan a una persona, solo buscan su reconocimiento. El ideal nietzscheano es aplicable a los ideales culturales, propiamente occidentales, para criticar su trascendencia. La verdad como correspondencia, como forma por derecho del pensamiento, no es más que una ilusión. Cuando, en cambio, se busca la aprobación de otro, no es más que una señal de debilidad o necesidad de un amo. La mentalidad de esclavo o reactiva puebla la psicología. Se cree que el reconocimiento es necesario, siempre se necesita una guía para el desarrollo de lo humano, pero Nietzsche hace la tarea de salir de esas formas represivas. La voluntad de poder lo que hace es imponer una forma mientras resiste otra. Nunca va a tomar una forma por violencia, porque eso quiebra la voluntad de poder. Resistir al amo, salir de la dialéctica, afirmar la potencia del cuerpo, todo eso forma parte del derribo de los ídolos.
Cuando uno se lanza a la tarea de utilizar a Nietzsche para criticar una parte de la cultura y, al mismo tiempo, se olvida arbitrariamente y justifica una parte de esa misma cultura al momento de implementar una tabla de valores netamente inmanente a esa sociedad, corre el riesgo de romperse uno su propia nariz. Decir que los ídolos personales son peligrosos y luego defender los “verdaderos” ideales es un acto de cobardía impulsado por lo abismal de la vida misma. Es fácil hacer crítica de los que van por la vida intentando romper con sus ídolos, mientras que del otro lado se defienden ideales como la verdad, el libre albedrío o incluso Dios, la belleza y la bondad sin una pizca de examen crítico. ¡Nietzsche nunca creyó en el hombre ni en los hombres! Y sus escritos siempre iban detrás del olor espantoso del cristianismo, al que deseaba mostrar sus patas cortas. Se jactan de escuchar el resonar de los ídolos, cuando realmente escuchan el eco de su propio resentimiento. Nietzsche no es para los débiles, para los dialécticos, para los reactivos, con una moralidad cristiana que enseña la sumisión esclava y partidaria del rencor a la vida. Nietzsche rompe los tímpanos, pero siempre hay alguien con miedo a “oír con los ojos”.
Explicación psicológica de lo anterior. Reducir algo que nos es desconocido a algo que conocemos alivia, tranquiliza y produce satisfacción, suministrando además una sensación de poder. Lo desconocido implica peligro, inquietud, preocupación; el primero de nuestros instintos acude a eliminar esos estados de ánimo dolorosos. Primer principio: es preferible contar con una explicación cualquiera que no tener ninguna. Como en el fondo sólo se trata de querer librarse de representaciones opresivas, no se es nada riguroso a la hora de recurrir a los medios para conseguirlo. La primera representación que nos permite reconocer que lo desconocido no es conocido produce tanto bienestar que la consideramos verdadera al punto. Prueba del placer («de la fuerza») como criterio de verdad. (Nietzsche, 1888, p. 53).
Referencias
- Derrida, J. (1989) Márgenes de la Filosofía. Cátedra
- Nietzsche, F. (1873) Verdad y Mentira en un sentido extramoral. Tecnos
- (1883) Así habló Zarathustra. Alianza
- (1888) El crepúsculo de los ídolos. Alianza
- (1888) Ecce Homo. Alianza
Giann Di Giuseppe
Licenciado en Estudios Liberales en la Universidad Metropolitana (UNIMET).
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