Por: Kathiana Thomas
En la obra de George Orwell, 1984, la potencia de Oceanía contaba con una facción —el Ministerio de la Verdad— dedicado al control y suplantación de la información a conveniencia de los intereses del superestado. De ser necesario, se encargaban de alterar la información relacionada con el pasado «¿había estado Oceanía en conflicto con Eurasia alguna vez?». En la realidad, cualquier Estado ha gozado de la capacidad de manipular la información que llega a sus ciudadanos, pero con evidentes limitaciones en su control. No obstante, con los avances en el deep learning y la inteligencia artificial, demostrar la autenticidad de algún archivo puede convertirse en una tarea cada vez más difícil.
Si bien la obra distópica de Orwell no profundizó en esas aguas, el problema de la autenticidad se hace palpable en cualquier actividad humana, y pareciera que la tecnología complica identificar la autenticidad de algo; aunque, cabe preguntarse si la autenticidad es siquiera inherentemente valiosa, dado que es un concepto amparado en ciertos presupuestos humanistas. La autenticidad, como concepto ético en la filosofía existencialista de autores como Jean-Paul Sartre, tiene que ver con cierto modo de reconocimiento del Otro y del yo, y cómo alguien se entiende a sí mismo, partiendo de la premisa de que toda persona es un ser normativo con unos compromisos en marcha; por ende, la autenticidad no es otra cosa que convertirse en uno mismo al alinear sus decisiones con sus propias razones y motivos.[1] Ser auténtico es un ejercicio de libertad y una forma de relacionarse con el mundo. Debe acotarse que el proyecto ético de Sartre fundamento en su concepción de la autenticidad y la buena fe quedó inconcluso, a pesar de que la idea de «autenticidad» hubiera bebido bastante del pensamiento de Beauvoir.[2]
Resulta de interés para nosotros que Sartre haya relacionado la autenticidad con la creatividad o el potencial creador. De acuerdo a lo expresado por Michael Foucault en una entrevista, el existencialismo de Sartre propone una visión de autenticidad donde el «yo» no está dado, sino que debe moldearse mediante la creación y creatividad que actualiza al individuo como autor: “es interesante ver que Sartre remite la obra creativa a una cierta relación consigo mismo —el autor consigo mismo— que tiene la forma de autenticidad o de inautenticidad”.[3] Sin embargo, dadas las prerrogativas de Foucault en su rechazo a la subjetividad, al hombre y a la autoría, comenta que su postura filosófica es todo lo contrario: “no deberíamos de referir la actividad creativa al tipo de relación que tiene alguien consigo mismo, sino que deberíamos relacionar el tipo de relación que uno tiene consigo mismo con una actividad creativa”.[4]
Retornando al tópico de la inteligencia artificial, han sido recurrentes las discusiones sobre los derechos de autor por parte de creadores y artistas quienes recriminan que el uso sin permiso de sus obras para el adiestramiento de las inteligencias artificiales es una violación de estos derechos y que, potencialmente, puede llegar a poner en peligro el propio papel del artista. Ahora bien, siguiendo a Foucault, la historia de la autoría es la historia de la individualización discursiva de algo que es patrimonio cultural y público.[5] En este sentido, también habría que cuestionar si bajo estas denuncias contra las inteligencias artificiales subyace cierto temor a ver desplazado nociones y supuestos axiomáticos de nuestra constitución como individuos dentro de la sociedad liberal-capitalista; formulando una pregunta relacionada, ¿acaso estas preocupaciones tendrían lugar bajo otro modo de producción?
Proletariado maquínico
Ante los dilemas éticos y políticos que giran en torno a las violaciones a la propiedad intelectual y a la autenticidad de parte de las inteligencias artificiales surge otra pregunta aún más apremiante…
¿Puede la máquina desplazar al ser humano del ámbito de la producción?
Si bien en su tiempo no existían dichas tecnologías, Karl Marx en el Capital hace una distinción importante entre el capital fijo o constante y el capital variable; el capital fijo o constante está constituido por la maquinaria y equipo que ya posee un valor que es transferido al producto, mientras que el capital variable responde al trabajo humano que es capaz de generar valor mediante el plusvalor. Las máquinas solo pueden generar plusvalor relativo que es extraído mediante la reducción del tiempo de trabajo socialmente necesario que a su vez incrementa el trabajo excedente o plustrabajo. Lo anterior conlleva a que los precios de las mercancías bajen mientras que la productividad incrementa, ya que la maquinaria facilita “acortar la parte de la jornada laboral en la que el trabajador trabaja para sí mismo, para alargar la otra parte... que da al capitalista a cambio de nada”.[6]
En el capítulo “La lucha entre el trabajador y la máquina” Marx argumenta que los avances tecnológicos que automatizan los procesos de producción de mercancía no pueden quedar exentos de la confrontación histórica entre clases. Si bien aparentemente las máquinas conllevaban que se redujera el trabajo manual, particularmente el más pesado, se presentaba un intenso conflicto con el obrero, pues la reducción del trabajo manual implica el correspondiente aumento en el presupuesto de producción, lo cual desencadenó la inclusión a gran escala de mujeres —y niños— a las fuerzas de trabajo para cubrir los costes excedentes, a la par del incremento de las horas de trabajo.
Claro está, el avance de los instrumentos para la automatización del trabajo revela una de las principales contradicciones del capitalismo: el desplazamiento del trabajador y la pérdida de su poder adquisitivo supondría su incapacidad de adquirir mercancías, y si el trabajador no puede adquirir las mercancías ¿de dónde el capitalista obtendría sus beneficios? Esto supone el fundamento de la hipótesis de Marx acerca de la tendencia al descenso de la tasa de ganancia.
Las contradicciones en la lógica de la valorización del capital que Marx apuntó en su tratado necesariamente conllevan ciertas interrogantes que han supuesto el motor del cambio en la trayectoria discursiva e ideológica del comunismo y que han conducido a la deriva del pensamiento antihumanista. En primera instancia, la tendencia al descenso de la tasa de ganancias y el conflicto entre la máquina y el trabajador bien podrían suponer el punto de partida del colapso y superación del capitalismo. Por otra parte, también cabe la posibilidad de repensar las implicaciones de la maquinaria cada vez más sofisticada en la ontología del ser humano; es decir, volviendo a las discusiones sobre el arte generado por inteligencia artificial, ¿pueden las máquinas quitar al hombre lo que lo define como tal? ¿De su capacidad casi unívoca de crear por el placer de crear?
A todo esto, claro está, antes habría que indagar en lo que representa el arte y lo que captura.
El valor de lo (in)humano
De acuerdo con Marx, el valor de las mercancías se determina mediante una relación entre el valor de uso y el valor de intercambio (trabajo abstracto). Contraponiéndose a la Escuela Austriaca, la Escuela Marxiana enfatiza que el valor de las cosas viene a estar determinado por una métrica objetiva y universal que permite comparar los productos; es decir, el trabajo socialmente necesario. No obstante, se supone que debajo de estas relaciones de intercambio de equivalentes, las cosas pueden poseer un valor subjetivo que no es debidamente capturado por estas transacciones. El uso que le damos a las cosas deviene de las necesidades y preferencias particulares de los actores, por lo que convendría preguntarnos no solo sobre la capacidad de las máquinas para generar arte, sino del valor particular que le damos al arte.
James H. Moor en su disertación sobre la ética de las computadoras y su creciente sofisticación, recomienda repensar las interrogantes. En lugar de preguntarse «¿qué tan bien las computadoras pueden realizar esta o tal actividad?» deberíamos preguntar «¿cuál es el valor o naturaleza de una actividad?»; esto naturalmente aplicaría al arte dado los avances recientes en inteligencia computacional. Entonces, ¿qué es el arte? ¿Cuánto de la autenticidad tiene que ver? Y, ¿hasta qué punto no dependemos demasiado de categorías humanistas?[7]
En la actualidad, muchas obras generadas a través de o con asistencia de una inteligencia artificial han sido ulteriormente coordinadas por una persona humana; en estos casos, aparece la duda de cuánto valorar algo que no ha ocupado el tiempo de creación que se esperaría, ni las varias técnicas necesarias para plasmar una idea de mano propia o incluso si el humano detrás de la máquina posee la «perspicacia» de un artista que denota a alguien como tal.
Desde el advenimiento de la cultura de masas, los críticos de la Escuela de Frankfurt, destacando a Theodor Adorno, han recriminado la mercantilización y estandarización de la producción artística, donde las técnicas de reproducción industrial generan la ilusión de la elección y variedad, cuando en verdad se está ante procesos de pseudo-individuación donde los sujetos se ven condicionados a apreciar lo que los agentes del capital consideran que es apropiado para las masas. Es decir, se alecciona a que las masas disfruten de lo que se ha indicado que deben escuchar y ver a priori.[8] Igualmente, la modernidad que acompaña el desarrollo del capitalismo necesariamente implica la aceleración de los procesos y circuitos de información, como bien apuntó Paul Virilio en su momento. En este orden, Hartmut Rosa argumenta que el empleo de sistemas de aprendizaje profundo acelerarían la estandarización y replicación en línea de obras artísticas al quedar superadas las barreras que suponían la contemplación y paciencia del artista; esto es de especial significancia cuando se considera que el capitalismo y la modernidad vienen a estar definidas por la velocidad en el circuito de producción y consumo. Citando al propio Rosa "un número creciente de bienes y piezas de información disponibles y potencialmente interesantes acorta el lapso de tiempo que puede dedicarse a cada objeto concreto". [9]
Existen por otra parte casos de arte generativo en donde la máquina se encargó de la obra en mayor parte o en su totalidad, lo que a su vez evoca problemas relacionados con no tan solo la intencionalidad de la obra, sino el «aura» que la rodea. Lo anterior ha sido tratado por pensadores como Walter Benjamin, quien ha hablado de cómo la evolución industrial ha transgredido la ritualización en ciertos ámbitos, como en la fotografía y en el cine.[10] El «aura» que Benjamin afirma que rodea una obra está igualmente impregnada por el concepto de autenticidad, pues una obra reproducida o recreada para su comercialización masiva carece de la presencia y singularidad artística.
Una lectura más aguda a la crítica de Adorno a la cultura industrial revelaría que en esta subyace una crítica a la cuestión del propósito y del significado. El capitalismo opera mediante la codificación y segmentación de tiempos funcionales al circuito de producción y consumo; es decir, cualquier forma de creación está sujeta a una lógica instrumental, funcionalista y productivista. En este sentido, para Adorno el arte avant-garde, capaz de exceder las categorías estéticas regresivas, es aquel que se contrapone estética y filosóficamente a la prosecución del contenido, e incluso, de la identidad, que vienen a definir los procesos creativos en este periodo histórico. A fin de que el arte preserve su potencial, debe renunciar dialécticamente al mundo externo y a las convenciones estéticas que son reducidas a transacciones comerciales y reificadas por la «razón instrumental»; ello implica tratar el arte como un agente autónomo que escapa al mundo de la racionalidad. El arte debe ser capaz de transformar las herramientas de la realidad, apartarse de sus reglas y lógicas sin negar esta, para crear una pieza que existe para sí, renunciando a la dependencia de algún propósito o función concreta. En otras palabras, se hablaría del arte auténtico como «prácticamente inútil».[11]
Ahora, ¿qué nos dicen estos comentarios sobre el debate en torno a la autenticidad del arte generado mediante inteligencia artificial? Nos decimos humanos, aunque pareciera que el valor de las cosas solo es medible en tanto que su utilidad lógica o estética. Si bien tememos de las facultades de las máquinas para reemplazarnos, habría que preguntar si dicha noción de reemplazo no parte de una percepción a priori, capitalista. Si el arte producido por una persona es inferior al arte producido por una máquina, ¿no se supone que estaríamos comparándola conforme a métricas que establecimos nosotros como seres humanos? Irónicamente, el arte generado mediante inteligencia artificial es solo una expresión más de lo humano, por cuanto estas inteligencias artificiales están comandadas por personas detrás de un computador; es decir, por agentes humanos con intencionalidades e intereses movidos por una razón instrumental que no es ajena a la circulación del capital.
En cambio, el arte no puede ser más que inútil y ser su propia razón de ser. Una pieza de arte, y cualquier creación fuera de la mera utilidad, debe regirse por sus propias normas y límites constitutivos; puede argumentarse, incluso, que una pieza siempre excede a su autor, en tanto que su significado e interpretación no puede verse reducida a la intencionalidad supuestamente aislada de su creador. Una obra de arte se realiza fuera de este mundo sin abandonarlo, diría Adorno. Por ende, anteponer la intencionalidad de un individuo concreto supondría poner lo subjetivo como un a priori epistémico, una postura bastante limitante. [12] Reducir una obra a un medio para transmitir un mensaje supone vaciar toda forma de representación de un carácter autónomo, replicando la naturaleza de la mediación universal de nuestras sociedades. Asimismo, si el valor de una obra está en representar la verdad que el autor ha hecho suyo y quiere mostrar a una audiencia, ¿no sería el espectador más que un receptáculo pasivo? En cualquier caso, puede que solo apreciemos otra faceta del arte cuando dejemos de asumir al creador humano y demos rienda suelta a lo algorítmico y generativo.
[1] Webber, J. (2014). Authenticity. En S. Churchill y J. Reynolds (Eds), Jean-Paul Sartre: Key Concepts. (pp. 131-142). Routledge. [2] Ibidem. [3] Foucault, M., y Rabinow, P. (1984). The Foucault Reader. Vintage. (p. 351). [4] Ibidem. [5] Foucault, M. (1979). Authorship: What is an Author? Screen, 20(1), 13–34. https://doi.org/10.1093/screen/20.1.13 [6] Marx, K. (1990). Capital, (Volume I). Penguin. (p. 492). [7] Moor, J. H. (1985). What is computer ethics? Metaphilosophy, 16(4), 266-275. [8] Adorno, T. W., & Horkheimer, M. (1944). Dialectic of Enlightenment. New York: Social Studies Association, Inc. [9] Rosa, H. (2013). Social acceleration. In Social Acceleration. Columbia University Press. (p.125). [10] Benjamin, W. (2008). The work of art in the age of mechanical reproduction (J. A. Underwood, Trans.). Penguin Books. [11] Czekaj, R. (2017). Adorno and practically useless art, or autonomy instead of avant-garde. Art Inquiry. 19. 121-130. 10.26485/AI/2017/19/10. [12] Adorno, T. W. (2019). The Artist as Deputy en Notes to Literature. Columbia University Press. (pp. 115-116).
Kathiana Thomas:
Licenciada en política internacional de la UCAT. Estudiante de Maestría en Ciencias Políticas. Traductora.
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