Por: Salvador Suniaga.
Una reseña de Antropotecnología (1961), de Gilbert Simondon
Cuando Odiseo regresa por fin a su hogar, Penélope escucha sus palabras y no le reconoce, aunque intuye que aquel viejo mendigo que asegura ser su esposo dice la verdad. Las ansias de que así sea ya la han convencido. Aun así, quizás como digna esposa del polymekhanikos (del fecundo en ardides), planea someter al forastero a una última prueba.
Penélope, entonces, ordena en voz alta a sus sirvientes que saquen el lecho matrimonial o cama de la habitación y que la pongan en la sala de la casa. Sorprendido, Odiseo le pregunta cómo hará eso, si esa cama en realidad se trata de un olivo cuyas raíces crecieron horizontalmente y sirvieron de lecho natural, con apenas alguna poda y ornamento. De hecho, toda la habitación fue construida alrededor de aquel lecho de raíces y de aquel olivo noble —de donde los antiguos griegos nos enseñan que el hogar descansa en la tradición, y que todo lo demás no es más que techo y paredes.
Por supuesto, al escuchar la pregunta, Penélope se convence por fin de estar ante la presencia de su esposo y se le abalanza emotivamente. Muchos siglos después, Gilbert Simondon, docente de electromecánica, psicólogo y filósofo de la técnica, se convencería también de que aquel olivo de raíces extendidas a ras del suelo es el arquetipo del objeto técnico ideal. Así lo expuso en su ensayo inédito Antropotecnología, de 1961.
La materia supeditada a la forma
Para Simondon, cuando un objeto está fabricado innecesaria y enteramente de un único material, sea madera, hierro o piedra, está sometido a un totalitarismo. Dicho totalitarismo se expresa a través de una falta de libertad del realizador respecto de la gama de medios con los que cuenta. Se trataría de una libertad reducida por las condiciones de aprovisionamiento, o por la cultura; o más aún, por una jerarquía impuesta por el dualismo hilemórfico.
El último punto es el que discutiremos. Dice Simondon que «el objeto técnico es primero geometría y mecánica, como forma en funcionamiento. Luego es materia neutra y pasiva, esclava de la forma, sirviente de la intención fabricadora anterior a las formas mecánicas». Esta coacción que separa la forma de la materia, como justamente establece el hilemorfismo aristotélico, deberíamos revertirla al concebir el objeto, pensándolas en conjunto, sin discontinuidad ni sumisión entre ellas.
En esta visión de conjunto, de paridad entre forma y materia, todos los componentes materiales de una herramienta tienen un rol activo y justificado. Sería este el grado más alto de sofisticación que alcanzaría el objeto técnico. Esta funcionalidad perfecta, a la que Simondon denominó transductibilidad hílica, sólo es posible si la preparación de la materia ya constituye un progreso para la aparición del objeto deseado; es decir, «si la materia está en el camino de la individuación en la génesis del objeto». Así, «la materia debe ser materia para el objeto, en lugar de que el objeto sea hecho de tal o cual materia».
El objeto por fabricar (con-formar) y la materia en vías de génesis deben ser contemporáneos, tal cual el olivo de Ulises, que, aunque «nació» siendo árbol, pareciera que su madera y raíces brotaron espontáneamente para convertirse en lecho.
Por otro lado, cuando el objeto está compuesto por diferentes materiales —o más precisamente materias, en tono molecular—, es menester una relación armónica entre ellos (es decir, una estructura hílica, que tienda a la unidad), de modo que se distribuyan ordenadamente a la par de la forma, y no en una relación supeditada a ella. Ejemplo elegante de ello serían las aleaciones de ciertos metales, cuyas proporciones progresivamente variadas corresponden a la adhesión más concreta posible de la materia a la forma, y a su vez, de la forma a la materia.
En un peldaño más abajo, tenemos los rodamientos de acero recubiertos por una capa de aceite, o las herramientas metálicas acopladas con un filo de tungsteno en un extremo; o los vehículos que son insonorizados gracias a que sus engranajes son helicoidales y que, por lo tanto, no necesitan revestirse forzosamente de otros materiales que amortigüen las vibraciones. Los organismos vivos, por otro lado, son el mejor testimonio de la optimización y sofisticación en la organización de la materia.
Cercanos al polo opuesto, aunque quizás algo mejor que el totalitarismo monomaterial, estarían los dualismos toscos en donde se fabrica una máquina con materiales diferentes, pero donde, por ejemplo, la madera se destina a las zonas más débiles mientras que el acero para las zonas que deben ser más robustas. A casos como este, Simondon los llamaría aspectos bimodales jerárquicos no-transductivos: dos modos materiales, uno supeditado al otro, sin organicidad o posibilidad de devenir naturalmente sino a través de la coacción material.
En estos casos no estableceríamos una verdadera optimización. A juicio del filósofo, estaríamos ante «una máquina del pobre, propia de las economías de guerra», la cual representa «un carácter de servidumbre, vicario, de una materia respecto a la otra. Es un nivel de perfección menor».
La crítica de Simondon al hilemorfismo
El abrigo de un rico y el abrigo de un pobre son semejantes. No obstante, la relación de la forma con la materia es más ajustada en el caso del abrigo del rico, que es más verdadero: es más real en tanto abrigo, como pelaje animal que recubre y protege del frío. Ese pelaje como materia «nació» para guarecer. En ese sentido, el abrigo del pobre es una simulación del verdadero abrigo.
En el fondo Simondon, como incisivo crítico del hilemorfismo, construye una arquitectura de ideas que persigue la paridad de dignidades entre forma y materia, cuya finalidad es la equivalencia entre objeto técnico y objeto estético. La técnica y el arte estarían falsamente separados por la imposición dualista del hilemorfismo, el cual se originaría a partir un prejuicio aristotélico específico: que, así como el pensar es superior al hacer, la forma es superior a la materia.
Dicho prejuicio sería una consecuencia de las condiciones histórico-materiales de la Antigua Grecia, en donde los filósofos, siendo libres, se dedicaban al cultivo de las ideas mientras que los esclavos se ocupaban de los oficios cotidianos y mundanos. Tras esa cicatriz originaria, ya ni siquiera el artifex medieval podría reconciliar del todo la técnica con el arte. Mucho menos lo conseguiríamos después de la modernidad.
Sin embargo, en el desarrollo de esta arquitectura de conceptos, Simondon no logra evadir del todo las jerarquías —y, por lo tanto, los diferentes grados de acercamiento a la verdad— entre los niveles de sofisticación de los objetos técnicos. Tan solo en su ejemplo del abrigo nos encontramos con un patente neoplatonismo, en donde el pelaje animal es más cercano al ideal (o a la idea) de abrigo que cualquier otro abrigo de materiales sintéticos. De modo, pues, que hay objetos técnicos más verdaderos que otros.
Información, orden y experiencia estética
Convendría preguntarnos si es exactamente el hilemorfismo lo que separa al objeto técnico de su valoración estética. Curiosamente, o casi como una sutil ironía, el mismo Simondon anticipa en su ensayo la importancia del nivel de información, devenida organización, del objeto técnico. Y tan determinante es su observación relativa a la información, que quizás se le haya escapado el alcance último de lo que significa en términos de teoría estética.
Simondon elabora que «hay un orden en la materia del organismo, su materia es organizada. El organismo está in-formado en el sentido de que hay un no-azar en el nivel mismo del espectro de posición de la materia».
«Un organismo está tanto más organizado cuanto menos indeterminación posible haya en él. Es más perfecto en cuanto posee la más alta cantidad de información posible, pues a cada elemento que puede ser posicionado le corresponde una respuesta dada, un lugar asignado».
Y precisamente, lo que constituye una condición necesaria en la obra de arte, como nos recuerda el pensador y escritor Ángel Faretta, es que en ella el artista no deja nada al azar. Todo en la obra tiene un propósito o significado. Lo mismo observamos en la sofisticación del objeto técnico ideal, cuya organización material, mientras más informada, o mientras menos indeterminada sea, más perfecto, bello y verdadero es el objeto en cuestión.
Este sería el verdadero nexo entre técnica y arte (y un poco más allá, entre máquina y organismo). Aun emparejando la ontogénesis de forma y materia del objeto, las jerarquías son inevitables pues forma y materia son, en conjunto paritario, el sustrato o la base que da pie a la experiencia estética, siempre intangible y superior. Sea técnico o estético, no se trata de lo que percibimos directamente del objeto, sino de lo que se eleva metafísicamente a partir de aquello percibido. Es un movimiento en dos etapas, primero sensorial y luego abstracto.
La experiencia estética del objeto técnico es posible gracias al grado de determinismo o de densidad de información que el realizador le ha dispuesto quirúrgicamente, en sumo ordenamiento, compartiendo así la misma intención del artista en el caso del objeto estético. De este modo, la experiencia estética opera en nosotros cuando descubrimos libremente (es decir, simbólicamente) estas premeditadas o intencionales capas de información.
Una catana es una espada, y en ella no hay nada que sobre ni que falte. Su forma y materia coinciden en génesis y manifiestan por tanto una estructura hílica (el acero pide ser hoja con filo, la madera pide ser empuñadura). Pero en la catana hay dos historias. Lo que la termina de convertir en un objeto estético es su meticuloso ordenamiento material preconcebido por el maestro artesano, en donde nada es dejado al azar, transformándola en algo superior, en un símbolo; y transformándonos a nosotros, sus espectadores y quizás portantes, en cómplices de la intención poética-intangible del artista.
Así como con la catana, podríamos hacer el mismo ejercicio reflexivo con los relojes mecánicos de colección, con los instrumentos musicales, o con numerosas instalaciones arquitectónicas. Ejemplos todos de una auténtica belleza de los objetos técnicos, aun con las tensiones jerárquicas, físicas y metafísicas, que actúan en ellos.
De esta operación metafísica y sensible, el filósofo Jorge Simmel diría que:
«Se ha explicado la comprensión del arte diciendo que el contemplador repite en cierto modo dentro de sí el proceso de creación del artista. En efecto: la gran obra de arte nos hace sensible toda la radiación de la vida que conduce a ella como a su cima, y de ese modo nos transmite, por así decirlo, y reproduce en nuestro interior, todo el proceso de condensación y elevación en que consiste la creación artística. Parejamente, el pensamiento filosófico es el resultado más alto de una vasta concepción de la vida que nos permite revivir y seguir el mismo proceso intelectual hasta desembocar en ella».
De modo que el pensar —que también es una acción y un esfuerzo— quizás no sea superior en tanto milenario prejuicio histórico, sino que la interpretación simbólica, lo poético, exige de nosotros unas mayores sensibilidad y abstracción que los que exigiría la patente y literal materialidad. Por eso Faretta nos advierte, ya que estamos con olivos raigales y fundantes, que:
«Es en este orden de prioridades donde el eje de toda obra de arte debe comprenderse. Sólo lo metafísico, como lo mitopoético actuando de consuno, lleva o conlleva a las implicancias histórico-materiales de toda gran obra del pensar y el poetizar. Más aún, esto hace que el subrayado polémico en lo político pueda verse y sostenerse sobre todo como más afincado en un auténtico pensar raigal, mientras que el reduccionismo trata de plantar, o mejor dicho trasplantar, simientes o gajos del tronco tradicional ya no sólo en un humus ajeno o improvisado, sino que directamente intenta plantarlo en el aire».
Referencias bibliográficas
Simondon, Gilbert. (2017). Antropotecnología. Sobre la técnica: (1953-1983).
Traducción: Margarita Martínez, Pablo Rodríguez. Editorial Cactus. Buenos Aires.
Simmel, Jorge. (1946). Problemas fundamentales de la filosofía. Revista de Occidente.
Madrid.
Faretta, Ángel. (2022). Dominio eminente: teoría de la clase B y la cultura tradicional
en diáspora desde el Otoño de la Edad Media. 1era edición. Editorial ASL. Buenos
Aires.
SALVADOR SUNIAGA
Ingeniero mecánico y consultor industrial, con un máster en Antropología Empresarial. Escribe sobre filosofía de la técnica y tecno-antropología para medios y revistas académicas.
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