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caracas crítica

La ciudad, el órgano. Notas sobre Caracas muerde, de Héctor Torres

Actualizado: 28 jun

“…en el órgano, la entraña, aguarda el animal, la furia, lo bárbaro”.

 

La ciudad se desdobla en una imagen aterradora. En la superficie la racionalidad, las afirmaciones del intelecto; subterráneamente, los miedos primordiales, los terrores que se desatan en los sueños.

Rosalba Campra


La ciudad es grande, tiene muchas calles y muchos vagabundos en ellas.

Krina Ber

 

Estas líneas no son más que un bosquejo de una hoja de ruta que intento trazar ante un escenario heterogéneo, posibilidad sugerida al concebir la ciudad como un órgano a partir de la lectura de dos libros de crónicas del escritor venezolano Héctor Torres: Caracas muerde (2012) y Objetos no declarados (2014). Por ahora la visión se segmenta en el primero.

 

Fotografía de Alberto Rojas Jiménez

 

Recupero un aserto de Ni tan chéveres ni tan iguales, de Gisela Kozak (2014), que me pareció oportuno para pensar la ciudad: “En el habla más cotidiana e íntima brilla la entraña misma de nuestro modo de entender el mundo” (p. 14). Una observación crucial, puesto que el órgano es la zona de sentido a través de la cual un sujeto —cronista esta vez—, siente energías y tensiones urbanas. Desde esa fuente los ciudadanos operan lingüísticamente, representan, signan el entorno. Interpelado por la visión de Kozak reafirmé que los eventos cotidianos en las crónicas de Torres constituyen un cuadro sustancial: caos, violencia, delincuencia, memorias, anécdotas, miedos, viveza criolla, modos de ser. Manifestaciones que, además, están marcadas por la subjetividad y el golpe de estómago, por las formas de transitar y sortear la vida citadina. Las intercepciones apuntan hacia aspectos subterráneos y enigmáticos, surgen seres nocturnos (anónimos) en zonas mortales, oscuras y nauseabundas de Caracas, así como antelaciones, vibras, presentimientos (atmósferas). Trataré de ilustrarlo con algunos pasajes de Caracas muerde (2012). En Un guionista al que se le secaron las ideas, se observa lo siguiente:


De noche, los barrenderos son tan invisibles como la luz roja, los teléfonos públicos y los postes de luz. Son, gracias a eso, espectadores privilegiados. Como fantasmas, atraviesan las escenas sin salir en cámara ni ser vistos por los actores. De allí que distingan el bien del mal, el culpable del inocente, la víctima del victimario.

Sea cual sea el disfraz que decidan ponerse.

Ramón tiene varios años barriendo la San Martín. Huele el peligro una cuadra antes de que se corporice (…) (p. 47).

 

Y En un cuadrito pequeño:


Un viejo sintió lástima de los muchachos (a los que no les calculó más de veinte años y los comparó con sus bóxers cachorros…) y cruzó la calle para advertirles, con bíblica sonoridad:

—Yo no sé qué peo tienen ustedes. Solo sé que esta avenida es candela y que si no cogen un taxi rápido y se van de aquí, van a aprender a coñazos que hay cosas que los hermanos no deben hacer nunca. ¿Saben como cuáles?

Los bóxers alternaban miradas al piso, al viejo, al otro, a la calle. El viejo prosiguió, sin esperar respuesta de ellos:

—Como pelear en una calle que no conocen.

Era tan inapelable la sentencia, que ellos estaban obligados a desconocerla, como corresponde a toda tragedia que se aprecie de tal.

El viejo, apenas les dio la espalda, dio por cumplida su misión. Daba igual que cruzara la calle oscura y desapareciera entre montañas de basura o que se elevara desplegando unas extraordinarias alas níveas. Daba igual que se desvaneciera o se montara en un vehículo negro que lo estuviese esperando. Nada, ningún portento místico que presenciaran, les iba a producir el más mínimo asombro; ese destello que los sacudiera y los salvara (p. 146-147).

 

Existen episodios similares que revelan zonas-enigma y presencias extrañas, acontecimientos que tienen lugar tanto en la ciudad como en el cuerpo que los procesa, son inscripciones —escrituras—, memorias alojándose. Torres es el cronista antena recorriendo la ciudad, atisbando intimidades, signos, hechos, de ahí que sus crónicas transmitan el rastro efervescente de lo efímero o la carga momentánea, aguda, del suceso. Andrés Abreu (2012), en su entrevista al autor, precisa: “Caracas muerde logra adentrarse en las entrañas de una ciudad catalogada como una de las más peligrosas del mundo pero que al mismo tiempo es amada por sus habitantes”. En otra, Jennifer Peralta (2016) le pegunta a Héctor: “¿Qué significado tienen las plazas para un ciudadano de a pie como tú?”, y responde: “Las plazas, en general, en la ciudad juegan un papel importantísimo porque son los espacios no solamente de encuentro sino también de distensión. La calle es un espacio de tránsito, en cambio la plaza es un sitio para llegar, para encontrarse (…)”. Resultaría oportuno registrar, por su consonancia, la aseveración de Segura y Ferretty (2011):


La relación entre los cuerpos y la ciudad tiene una larga y problemática historia en el mundo occidental (Sennett, 1997). Por un lado, el concepto moderno de ciudad como dispositivo (de Certeau, 2000) no sólo tuvo entre sus motivaciones la localización y la distribución de los cuerpos en el espacio, sino que encontró en la analogía con la organicidad del cuerpo (las avenidas como arterias, las plazas como pulmones) uno de los modelos para la organización de la ciudad. Por el otro, las prácticas corporales no se circunscriben a estas localizaciones y distribuciones en la grilla urbana, sino que se desplazan a través de ella, se la apropian y la habitan, en tanto la ciudad se constituye en ámbito de encuentro, de relación y de conflicto entre los cuerpos (p. 166). 

 

Estas coordenadas son significativas para vislumbrar el cuerpo de la ciudad: segmentos, bordes, puntos de concentración, entradas y salidas. El cronista está a disposición del atisbo (ver, escuchar, hablar, escribir, sopesar): “Algunas de ellas son cosas que, yendo a pie por la ciudad, voy viendo; otras son cosas que me cuentan o que me contaron personas que me dicen ‘No sabes lo que me pasó la otra vez’ o ‘Yo me acuerdo que en tal sitio una vez pasó tal cosa’ (…)” (Entrevista, Abreu, 2012). Sigamos: “Estoy buscando una Caracas donde se pueda sobrevivir mientras llegamos a un momento mejor de la existencia de nuestra ciudad (…) me gusta caminar mucho pero transito calles laterales, me gustan las calles solitarias (…)” (Entrevista, Abreu, 2012). Se plantea una relación entre ciudad y habitante, la forma cómo el sujeto atraviesa, siente y procesa la energía, la dimensión de los espacios. Hay también un ritual de inmersión. La travesía es una constante en la narrativa de Torres (La huella del bisonte (2008) y El regalo de Pandora (2011), por ejemplo). Valdría situar, entonces, el acto de poner el cuerpo en la ciudad, la conciencia de saberse expuesto, dialéctico. Actuar, procesar, transmitir, ser antena.

 

 

Fotografía de Alberto Rojas Jiménez

El cronista camina por sitios específicos y sopesa su carga urbana en relación con otros espacios (violentos, caóticos, inseguros). Calles, plazas, avenidas, esquinas emiten memorias y cargas que varían en frecuencia y, por lo tanto, en impacto. Lugares que pueden expandirse, desaparecer, redefinirse, son proclives a la contaminación y la enfermedad. Al decir de Héctor Torres: “No es que esta ciudad ahora esté terriblemente mal, sino que ahora está siendo franca en su deterioro que lleva por dentro y, de alguna manera, eso es bueno porque la insurgencia en la enfermedad ya es un paso previo a curarse” (Entrevista, Abreu, 2012). En consecuencia, la ciudad transmite (registra, inscribe) la insania y violencia de los ciudadanos; intensifica (diversifica) su voracidad, es parte de su memoria emocional. Asalta, muerde, interpela. Quienes entrevistan a Torres suelen dialogar con su campo de visión:


—Había olvidado lo salvaje que es el Metro a esta hora –veo el obelisco de la Plaza Francia.

—Claro, te sientes violentado todavía —afirma Héctor Torres.

—Sí.

—Bueno, disfruta del paisaje, del ambiente. Caracas también tiene estas cosas –el autor de Caracas muerde abre los brazos y me ofrece la tranquilidad de la Plaza. Los dientes de la ciudad parecen escondidos (Entrevista, Lizandro Samuel, 2015).

 

La violencia condiciona a los sujetos, empuja y somete. Es, también, la indiferencia, la herida, el desafecto. Sobre Caracas muerde escribe Cristina Raffalli  (2016):


Habitado por Caracas, el cronista se detiene en el punto medio de una encrucijada: un camino promete, a contracorriente, la restauración del patrimonio que alguna vez nos hizo solidarios, compasivos y vitales; el otro asegura una meta rápida, casi inmediata, donde la violencia decide quiénes somos y cómo nos relacionamos. En el punto crítico de encuentro entre ambas opciones, nace la escritura de esta realidad que vamos siendo, sus tensiones convertidas en palabra (s. p).

 

De lo anterior deriva esta idea: en el órgano, la entraña, aguarda el animal, la furia, lo bárbaro. Un pasaje del cuento Una larga fila de hombres (2007), de Rodrigo Blanco Calderón, lo deja ver:


(…) Y en ese instante, cuando Miguel ve la ciudad allá abajo, comienza a escuchar un rumor creciente que al principio le cuesta identificar. Trata de concentrar la mirada en las luces y los edificios, pues sabe que el ruido proviene de allá. Oye cómo Jorge abre la bragueta de su pantalón y siente que un pánico se apodera de él. Y a medida que su miedo va en aumento, el ruido también crece y ya lo reconoce. Puede ver al animal, al monstruo oculto devorando el interior de los edificios, acabando con las personas y sus cosas, insaciable (p. 23).

 

La ciudad, en suma, deviene en los trances y transacciones de sus ciudadanos, así como en el acto recíproco de signarla y saturarla. Es un órgano, campo sensible, reaccionario inscribiendo, haciendo sentir en los cuerpos su dimensión más nocturna y subterránea. El monstruo, la barbarie urbana, yace, se despliega y alimenta con nuestros humores. Muta, afianza el arrojo. Por eso la posibilidad y apertura narrativa al contar la historia: “Héctor Torres propone otra manera de revelar su ciudad y su tiempo: en el lugar que la información objetiva dejó vacío, se expande el lenguaje hasta coparlo todo. Donde esperaríamos encontrar un nombre, una cifra o una coordenada, el escritor ha puesto un rostro, ha narrado una costumbre o ha descrito el paisaje que observa desde su ventana” (Raffalli, 2016, s. p).

 

 

Referencias:


Abreu, A. (2012, 9 de diciembre). Entrevista a Héctor Torres: «Yo creo que Caracas siempre ha mordido». Guayoyo en Letras. https://guayoyoenletras.net/2012/12/09/entrevista-a-hector-torres-yo-creo-que-caracas-siempre-ha-mordido-por-andres-abreu/


Blanco, C. R. (2007). Una larga fila de hombres. Monte Ávila Editores Latinoamericana.


Kozak, R. G. (2014). Ni tan chéveres ni tan iguales. Ediciones Puntocero.


Lizandro Samuel. (2015, 19 de noviembre). Héctor Torres en tres tomas.


Peralta, J. (2016, 28 de septiembre). Héctor Torres: “Las plazas son los espacios de la ciudad democráticos por excelencia”. https://provea.org/entrevistas/hector-torres-las-plazas-son-los-espacios-de-la-ciudad-democraticos-por-excelencia/


Raffalli, C. (2016). Caracas muerde, de Héctor Torres: la crónica como grito. América, 49. https://journals.openedition.org/america/1722?lang=es


Torres, H. (2012). Caracas muerde. Ediciones Puntocero.



 



Emiro Colina


Licenciado en Educación en Lengua Mención Lengua Literatura y Latín (UNEFM). Magíster en Literatura Hispanoamericana (UNEFM). Diplomado en Reflexión y Creación Poética (Fundación La Poeteca). Desarrolla una investigación literaria sobre las crónicas urbanas del escritor venezolano Héctor Torres.

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